jueves, 25 de abril de 2019
CAPITULO 122
—Casi hemos llegado —me avisó Pedro, apartando la mano de la palanca de cambios para posarla sobre la mía, que descansaba encima de mis piernas—. ¿Estás bien?
Llevaba un par de minutos en silencio, intentando concentrarme en el horizonte para evitar prestarle atención a los pensamientos en mi cerebro. Es que no podía evitar estar nerviosa; allí, en su pueblo, nos esperaba su padre y el resto de su familia. Quería que todo resultase bien entre nosotros y parar de preguntarme si me aceptarían, si les caería bien o qué pensarían de que Pedro hubiese terminado su relación con Mónica para empezar, así tan pronto, una conmigo.
Inspiré hondo una vez más; allí frente a nosotros, el sol comenzaba su descenso hacia la espectacular línea del horizonte.
—Sí —contesté. No conseguí engañarme ni a mí misma.
—¿Sí? —Giró la cabeza en mi dirección, sonriéndome.
—Estoy nerviosa, Pedro; voy a conocer a toda tu familia.
—No pasa nada, no son tantas personas; seguro que tu familia es más grande. No quiero ni pensar en la hora en la que deba enfrentarme a tus hermanos.
—Es que... —Se me escapó el aire de los pulmones. Su mano apretó la mía para darme fuerzas—. Bueno, como lo nuestro es tan reciente y hasta hace nada todavía estabas con Mónica... quizá no vean esto con buenos ojos.
—Estoy seguro de que lo que desea mi familia es verme feliz, y yo estoy feliz aquí contigo.
—Sí, pero...
—Relájate, ¿quieres?
—Lo intentaré; de todas formas, sabes que tengo razón. A todo el mundo le sorprende verte conmigo. Ha sido un cambio muy...
—Yo no he cambiado a nadie por nadie, y lo mío con Mónica llevaba quizá demasiado tiempo finalizado, Paula.
—Ok, yo lo entiendo; sin embargo, es probable que la gente no lo vea así.
—¿Empiezas a arrepentirte?
—No, ¡no! No digas tonterías, no es eso, es que...
—Tendrán que aceptarte, porque yo te quiero conmigo. No me importa lo que los demás opinen sobre nosotros; es nuestra vida y la de nadie más, y yo hago con mi vida lo que quiero; bien, al menos hago lo que quiero con mi vida privada.
Intercambiamos una larga mirada.
—¿Qué? ¿Qué es lo que no me dices?, ¿qué es lo que tienes atragantado? Vamos, escúpelo, que te veo con tal cara de torturada que empiezo a sufrir por ti.
—No es nada —mentí para dejarlo pasar; no me atrevía a decirle que percibía cierta hostilidad por parte de su padre, sobre todo porque todavía no había pasado el suficiente tiempo con él como para saber si esa parquedad era real o sólo mi miedo a no ser aceptada, a no ser suficiente para Pedro, a no ser capaz de amoldarme a su vida y sus necesidades; en resumen, de no estar a su altura. Todos esos temores me estaban pasando factura en ese instante.
—No te creo. ¿Estás segura de que no quieres contarme de qué se trata?
—Nada... es eso, que estoy nerviosa.
—Bueno, no tienes por qué estarlo.
—¿Les has hablado de nosotros?
—No, yo no; de cualquier modo, imagino que lo han visto por televisión.
—Sí, cierto. —Cómo no, medio mundo debía de habernos visto besándonos.
—Tranquila, todo saldrá bien. Mira. —Despegó su mano de la mía y señaló hacia mi derecha.
Giré la cabeza para ver, en una esquina, en lo que comenzaba a ser un sitio algo más urbanizado de lo que había sido el camino hasta entonces, un cartel en el que ponía «Benvingut, Pedro. Quíntuple campió de la F1».
—Bienvenido, Pedro. Quíntuple campeón de la F1 —tradujo para mí—. Imagino que están esperándonos.
—Esperándote. Deben de estar orgullosos de ti.
—El hijo pródigo —bromeó.
—No lo dudo.
Pedro giró el volante para dirigir el automóvil hacia la entrada del pueblo.
—Algunos de mis familiares viven por aquí cerca; nuestra casa está un poco más arriba, queda un poco más perdida, más apartada; espero que te guste, es un lugar tranquilo, rodeado de naturaleza. Aquí no hay mucho que hacer, pero para cambiar la rutina sirve. Para tumultos de gente y civilización moderna ya tengo el resto del año.
—Suena muy bien para mí, yo sólo necesito estar contigo, que pasemos un poco de tiempo solos tú y yo y... —El resto de las palabras de la frase me las tragué, para que volviesen a bajar por mi garganta cuando vi a los lados de la calle, a la entrada del pueblo, una pequeña multitud reunida en lo que parecía una muy agradable celebración. Había mesas y sillas sobre la acera, luces colgadas de un lado al otro sobre el asfalto y de balcón a balcón entre las casitas, que tenían toda la apariencia de ser muy antiguas. La gente rodeaba las mesas, sobre las que divisé muchas botellas, vasos y platos con comida.
Sonaba música y había un par de señoras y señores mayores acomodados en sillas junto al cordón. Había también niños corriendo por todas partes, un par de ellos con gorras y camisetas de Bravío; algunos adultos también las vestían.
—No puedo creérmelo —soltó Pedro, riendo.
A un lado del camino habían organizado unos fuegos y, sobre éstos, detecté un par de paelleras grandes.
Era una fiesta de bienvenida con todas las de la ley.
Pedro tocó la bocina e hizo parpadear las luces de su automóvil, atrayendo la atención de todos.
Casi de inmediato, cuando todos se volvieron a mirarnos, detecté a Alberto no sólo porque llevaba puesto un jersey del equipo, sino porque, además, era rubio y alto como su hijo, con sus mismos ojos, sólo que en ese momento no me miraba con la misma alegría con la que lo hacía Pedro. ¿Acaso esperaba que hubiese desistido?, ¿que Pedro se hubiese arrepentido en el último momento de traerme o incluso de tenerme a su lado?
Alejé en lo posible aquella idea. Mi plan era disfrutar de esos días. Seguro que al progenitor de Pedro se le pasaría; debía de ser la sorpresa por todo ese cambio, por lo abrupto del inicio de nuestra relación.
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