viernes, 26 de abril de 2019

CAPITULO 124




Su padre y Pedro cruzaron un par de palabras. 


Mientras todos los observaban, Pedro se agachó frente al chico y el padre les sacó un par de fotografías con su teléfono móvil. Pedro lo abrazo y después se hizo fotos también con el padre.


Retomaron la conversación y a los pocos segundos oí alegres carcajadas.


El campeón recibió sobre su espalda un par de palmadas de reconocimiento, que hicieron que sus ojos azul celeste se iluminasen todavía más, incluso más de lo que brillaban por estar frente a una de las fogatas.


Lo vi dedicarle a cada una de las personas que se aproximaron al menos un par de minutos de su tiempo; la mayoría de los presentes aprovecharon la oportunidad para sacarse alguna fotografía con él. Yo sabía que a Pedro aquello no le gustaba, pero, por lo visto, esa noche no lo estaba padeciendo como la tortura que a veces en su rostro parecían ser las interminables sesiones de fotografías y autógrafos durante los fines de semana de gran premio.


En mis manos apareció un plato de paella y me invitaron a sentarme entre un montón de señoras del pueblo que procedieron a interrogarme sin piedad, pero sin perder la sonrisa, sobre mi procedencia, profesión, edad, pasado sentimental (sobre lo cual no había demasiado que contar, lo que las decepcionó); me preguntaron sobre mi familia, mis amigos, sobre mi trabajo en Bravío y, por supuesto, sobre cómo había conocido a Pedro.


—Bueno, creo que él me confundió con un chico. De hecho, me confundió con uno.


—Por tu cabello, seguro —soltó una señora de unos sesenta años, que tenía el cabello cortísimo igual que yo—. Hay algunos hombres que... —gruñó furiosa, dejando la frase inconclusa—. Creo que todas las mujeres deberían cortarse el pelo así al menos una vez en la vida. ¡Es tan liberador!


—Ella porque es jovencita y con esas facciones puede llevar cualquier cosa —acotó otra—. No todas podemos prescindir de nuestras melenas.


—Pues ahí lo tienes, ése es el error —exclamó la del pelo corto—. Pensamos que dependemos de nuestro cabello para ser sexis y eso no es así.


—En eso estoy totalmente de acuerdo —dije riendo, después de bajar un bocado del arroz de la paella, que estaba cremoso y exquisito.


—Todavía no nos has contado cómo os conocisteis —insistió otra.


—Estaba de viaje en Australia; tenía pasaje para regresar a casa a los pocos días, pero apareció el equipo en el que corre Pedro y me ofrecieron, junto con una amiga, trabajar con ellos durante el fin de semana. Aceptamos y fuimos. Cuando llegamos... Pedro y el cocinero que ayudaba al chef de Bravío habían tenido una discusión y éste había renunciado. Necesitaban un reemplazo urgente y nos preguntaron a los que habíamos ido a trabajar de camareros si alguno tenía experiencia en la cocina.


—¡Y tú eres chef pastelera!


—Eso mismo —convine—. Así que acepté reemplazarlo ese fin de semana. En un momento dado, estaba sola en la cocina, intentando amoldarme al trabajo, cuando él apareció como una tromba, reclamando su almuerzo de muy malos modos.


—Sí, el campeón a veces tiene muy mal genio —intervino una de las mujeres presentes.


—De eso no hay la menor duda; no lo heredó de nuestra parte de la familia, sino de la de mi cuñado Alberto. Mireia siempre estaba de muy buen humor, no era para nada así de terca y cascarrabias como se pone a veces Pedro —soltó su tía, acomodándose en la silla a mi lado. Me tendió una mano—. Soy Raquel, la hermana de Mireia, la madre de Pedro. Todavía no nos han presentado. Al campeón a veces se le olvida aquello de que es un ser humano y de su padre, para qué hablar. Todavía me pregunto si será algo genético o de la Fórmula Uno, eso de saltarse todas las normas de cortesía. Como ninguno de los dos nos ha presentado, me presento yo. Es un placer conocerte, Paula.


—Hola. —Estreché la mano que me tendía—. El placer es mío.


—Es una sorpresa tenerte aquí. Ayer, cuando os vimos, no entendíamos qué estaba pasando. No teníamos ni idea de que Pedro y Mónica hubiesen roto.


—Bueno, fue un poco... —Me atraganté con mi propia saliva; todas las mujeres que me rodeaban me miraban fijamente—. Fue un poco abrupto, lo sé. Sí, Pedro tiene muy mal genio a veces, y ese primer cara a cara nuestro no fue muy feliz; sin embargo, creo que...


—Caíste rendida de amor por él desde ese instante —completó por mí una de las mujeres.


—Sí, más o menos. —Reí inquieta, más de nervios que por cualquier otra cosa. La tía de Pedro no me quitaba los ojos de encima; el caso es que me miraba de un modo muy parecido al que utilizaba Alberto al posar sus ojos en mí.


—¿Cómo habéis acabado juntos?


—Si es que ayer, cuando os vimos daros un beso al final de la carrera, nos morimos de amor. ¡Fue tan romántico!


—No tenía ni idea de que eso sucedería. Pedro y Mónica... ellos no estaban... la relación no iba muy bien últimamente.


—Nosotros creíamos que ella lo acompañaría a pasar su cumpleaños aquí.


Imposible esquivar la mirada que me lanzó la tía de Pedro después de pronunciar aquellas palabras.


—Hasta ayer por la tarde no tenía ni idea de que estaría aquí hoy. — Intentaba aclarar mi posición frente a esas mujeres, en especial frente a su tía, quien me miraba como si yo fuese poco menos que una buscona que quisiese aprovecharme del campeón, pero sin delatar demasiado de la vida privada de Pedro, y eso no estaba resultando tarea sencilla—. Pedro y Mónica lo dejaron y entonces él y yo... entonces sucedió lo del podio.


—Eso no debió de sentarle muy bien a Mónica. Vimos lo que te hizo con esa preciosa tarta que le habías preparado al campeón. Una pena. Era muy bonita y seguro que sabía estupendamente; no es lo mismo un pastel preparado en casa que uno hecho por manos expertas.


—Ya me gustaría a mí plantarle cara a esa italiana para soltarle unas cuantas cosillas —murmuró una.


—Creo que, si digo que estuvo en el pueblo tres veces durante todos los años que ha pasado con Pedro, exagero. Además, venía aquí con sus tacones y su ropa impecable y jamás se quitaba las gafas de sol. Nunca saludaba a nadie. Ni siquiera sabía decir «hola» en castellano, y del catalán, ni hablar.


—Fue un momento complicado para todos; lo de la tarta, digo.


La tía de Pedro parpadeó lentamente un par de veces.


Cómo deseé no tener la garganta tan cerrada para así poder continuar disfrutando de mi paella y no tener que hablar.


—Hasta lo que yo sé, Pedro y ella tenían planeado casarse.


—Tía.


Oír la voz de Pedro supuso un alivio de gigantescas proporciones.


Giré la cabeza para ver que había puesto una mano sobre el hombro izquierdo de su tía. Ella palmeó el dorso de su mano.


—No torturéis a Paula o no querrá volver. No la espantéis.


—No era mi intención espantarla, Pedro.


La respuesta de mi chico fue una efímera mirada que apartó de los ojos de ella para unir a los míos. Sus ojos se alegraron, y sus labios se aflojaron hasta distenderse por completo para formar una sonrisa sosegada y dulce.


—¿Qué tal está eso? —curioseó apuntando con la cabeza en dirección al plato de paella en mis manos.


—Riquísima.


—¿Me dejas probar un poco?


Ante el público femenino, que no nos quitaba la vista de encima, le contesté que sí. No sabía si pasarle el plato o bien dársela en la boca con el tenedor.


Desde que llegamos al pueblo, Pedro había mantenido las distancias y no quería forzarlo a hacer demostraciones de afecto frente a tanta gente si no se sentía cómodo con ello. La verdad era que no tenía ni idea de si se sentía cómodo o no con abrazar o besar frente a otros, o incluso si, por el momento, por lo reciente que era su ruptura con Mónica, prefería no hacer demasiada demostración de nuestra relación.


Pedro tomó la iniciativa. Su mano se movió en dirección al plato.


Lo alcé para alcanzárselo, pero él quería algo más que la paella. Una de sus manos asió el plato y la otra mi muñeca derecha, con la que tiró de mí para ponerme en pie.


—¿Nos disculpáis un momento? —entonó, si bien ya me alejaba de las mujeres sin más.


Quise despedirme de ellas, pero no me salieron más que balbuceos indescifrables.




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