sábado, 27 de abril de 2019

CAPITULO 128




El automóvil remontó el camino entre árboles y arbustos, cuidados al detalle, que se abría a una explanada estupenda con vistas al mar y que se enredaba en las formas de la topografía de la ciudad para hacerle espacio al solárium y a una piscina curva al amparo de sombrillas, tumbonas, pérgolas y plantas en flor cuyos pétalos acompañaban las tonalidades cálidas y terrosas de las edificaciones circundantes e incluso de la ladera.


El chófer nos dejó a las puertas de un edificio del mismo tipo de esos que tantas veces había visto, por televisión, dar cuerpo al circuito de Montecarlo.


—Hemos llegado. Home sweet home —entonó Pedro con una gran sonrisa que era sólo para mí.


El chófer descendió. Alguien se acercó a mi puerta para abrirla.


—Espero que te guste, quiero que te sientas cómoda aquí.


—Este sitio es increíble, Pedro. La ciudad es completamente irreal. Todavía no puedo creer que esté aquí. Esto es muy raro.


Pedro rio.


—Lo digo en serio. No tienes ni idea de lo surrealista que es para mí encontrarme aquí habiendo visto todo esto por la tele.


—Bueno, acostúmbrate, porque aquí te quedarás. Estás donde se supone que debes estar, conmigo.


Reí un poco más. Mis nervios aumentaban con toda la situación, porque, a pesar de sus palabras y de lo maravilloso que me parecía el paisaje y la ciudad, me sentía un poco fuera de lugar.


—Anda, baja, que quiero enseñártelo todo ahora mismo. Quiero ver tu cara cuando te topes con las vistas que tenemos allí arriba.


Abrieron mi puerta y bajé, para luego agradecerle su bienvenida, en francés, al hombre que me acogió en aquel idioma.


Pedro descendió por el otro lado, mientras el chófer se movía hasta la parte trasera de nuestro coche para ocuparse del equipaje.


Alcé la vista. Pedro me había contado que su apartamento era el de la última planta, un ático dúplex con terraza privada, con su propia piscina y gimnasio.


Sentí un poco de vértigo y no porque me molestasen las alturas.


Una mujer salió por la puerta del edificio y se dirigió hacia mi derecha; fue entonces cuando me percaté de que, en la rotonda, detrás del automóvil que nos había traído, se había detenido otro vehículo. No pude identificar la marca, pero, de que era caro, no me quedó ninguna duda.


Vi que Pedro ayudaba a nuestro chófer a bajar el equipaje y me uní a ellos para echarles una mano.


—Pásame mi bolsa.


—No, está bien. Puedo con todo.


—Vamos, Pedro, que puedo con mis cosas, trae acá. —Se la descolgué del hombro pero sólo porque, básicamente, me lo permitió.


Pedro le dio las gracias al chófer, quien, cerrando el maletero, se despidió.


El hombre que me había dado la bienvenida a mí hizo lo propio con Pedroél se lo agradeció llamándolo por su nombre.


—Andando, es por aquí —me indicó el campeón, apuntando con la cabeza en dirección a la puerta.


El coche que nos había traído se puso en marcha y, detrás de éste, aquel en el que se montó la mujer que había salido del edificio.


Lo seguí.


El hall era muy monegasco. Todo allí era demasiado irreal, incluso el tipo elegante de uniforme que ocupaba la portería y que nos dio la bienvenida.


En un inglés que sonó muy inglés, avisó al campeón de que en un momento le haría llegar su correo y las prendas de la lavandería.


Pedro se lo agradeció y fuimos hasta el ascensor que quedaba a un lado de unas bonitas escaleras de mármol.


Una cabina muy francesa nos llevó hasta el último piso del edificio de apenas ocho plantas; bueno, en realidad eran nueve, porque el apartamento de Pedro era de dos plantas.


De la bolsa, Pedro extrajo un juego de llaves.


El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron a un pequeño recibidor, que también tenía salida a las escaleras que ascendían desde la planta baja.


Las puertas blancas de doble hoja resultaban imponentes.


—Ahora sí, bienvenida a casa. —Pedro empujó las puertas para dejar al descubierto un gigantesco recibidor de suelo de mármol blanco, cuyas placas, por su tamaño, alardeaban a gritos lo caras que eran.




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