domingo, 28 de abril de 2019

CAPITULO 130




Sus brazos me estrecharon todavía más y, aun así, sentí vértigo, un vértigo que nada tenía que ver con la altura a la que nos encontrábamos. Mi historia con Pedro me había caído encima como una de esas grandes olas que surfeaban algunos locos en Australia, en Superbank.


—Andando, te enseñaré el resto. Subamos.


Me dio un último beso rápido para, a continuación, guiarme de regreso al interior del apartamento. Llegamos hasta el recibidor y nos montamos en el ascensor que conectaba las dos plantas.


La cabina era pequeña y completamente espejada, por lo que Pedro y yo nos reflejábamos eternamente desde todos los ángulos.


A nuestro reflejo en el lado derecho de la cabina, el lado que yo ocupaba, él le sonrió.


—Me veo bien a tu lado —bromeó.


—Sí, te favorece estar de pie junto a mí; hago que parezcas más alto de lo que eres.


—No me refería al aspecto físico —me miró a los ojos a través del espejo —, me veo diferente.


Las puertas se abrieron, interrumpiendo el momento.


—Es por aquí. —Apuntó con la cabeza hacia fuera; tomándome de la mano una vez más, me sacó del cubículo—. Abajo hay dos habitaciones, pero aquí está la principal; hay otro cuarto más y el gimnasio. —Pedro apuntó con una mano, la que sostenía la mía, hacia la derecha—. Allí está el gimnasio y por aquí hay una sala de estar que da acceso a la terraza.


Giré sobre mis talones bajo su dirección y di con un ambiente creado por una caja de cristal, esto es, techos y paredes, que daba a la terraza y a una vista panorámica todavía más amplia que la de la planta inferior; simplemente quitaba el aliento.


—Ven, te mostraré la habitación principal; luego, desde allí, saldremos a la terraza.


Tomamos el pasillo hacia la izquierda.


Pedro empujó la primera puerta; era un cuarto amplio, también con vista a la terraza, a las laderas que desembocaban en el puerto y al increíble cielo azul.


Retomamos nuestro andar para dar de frente con la entrada de puerta de doble hoja que daba a la habitación principal.


El campeón me guiñó un ojo antes de abrir ambas partes de la puerta.


Ante mí quedó una habitación de proporciones estupendas, luminosa, clara por todas partes: las paredes, los suelos, la madera de la cama con reminiscencias asiáticas, igual que las mesitas de noche, el cubrecama y los almohadones. Incluso el enorme cuadro que colgaba en la pared sobre la cabecera, de todo su ancho y casi alto hasta el techo, era blanco con unas pinceladas rústicas de lo densas que eran, en tonos no más oscuros que los del marfil.


Había un rincón con un par de sofás también color marfil, un par de lámparas muy modernas de metal plateado y nada más. El resto de la decoración de la estancia la aportaba la vista que se veía por el ventanal que daba a la 
terraza.


Al fondo de la habitación había una puerta.


—¿Te gusta?


—Con esas vistas, dudo de que pueda pegar un ojo aquí —comenté señalando hacia los ventanales con la cabeza.


—Ojalá lo que te desvele por las noches no sea la vista —tocó mis labios con los suyos—, sino otra cosa. —Rio—. De todas formas, de noche es increíble.


—Me lo imagino.


—No tendrás que imaginarlo por mucho tiempo, porque esta noche dormirás aquí conmigo.


—Creo que podría acostumbrarme a eso de dormir aquí contigo. —Me colgué de su cuello y comencé a besarlo—. Me gusta tu cama. Parece confortable. —Apreté su labio inferior entre los míos.


—Lo es. —Una de sus manos se coló por la espalda de mi camiseta, la otra bajó hasta mi trasero—. También aquellos sillones. —Apuntó hacia el fondo de la habitación, donde estaban las otras tres piezas de mobiliario además de la cama y las mesitas de noche; dos sillones y una pequeña mesita auxiliar—. Y la piscina está allí fuera, está climatizada. ¿Eso te dice algo?


—¿Que no pasaré frío? —le contesté, regalándole una sonrisa pícara.


—De que no pases frío ya me ocuparé yo. ¿Quieres verla?


—¿El qué? —pregunté confundida; la cabeza me daba vueltas por culpa de la cercanía de su cuerpo. Cuando su perfume se metía así de reconcentrado en mis pulmones, no podía pensar en nada más que en él.


—La piscina —contestó entre risas.


—Si no queda más remedio —dije abriendo los ojos.


Pedro me dio una palmada en el culo.


—No te arrepentirás. Lo prometo.


Revoleé los ojos.


—Ok, muéstrame la piscina.


Mis pies dieron tumbos detrás de los suyos. De pronto no necesitaba más que besarlo, que estar con él muy pegada a su piel. No sentía que dependiese de nada más en este mundo que de su proximidad, ni siquiera del oxígeno.


Fácilmente su energía podía convertirse en la mía y sus besos, en mi oxígeno.


Salimos a la terraza, que era una mezcla entre un toque provenzal y modernidad extrema.


Había un par de tumbonas en tonos marfil; del mismo color era la sombrilla, la mesa con sillas, las velas repartidas por todas partes, situadas dentro de jarrones de cristal, y las dos hamacas.


La piscina estaba a un lado, elevada a quizá media docena de escalones de madera. Era mucho más grande de lo que creí que sería y quedaba en parte al abrigo de una pérgola, rodeada de los techos de tejas de las habitaciones y el gimnasio. El espacio fluctuaba con suavidad entre la edificación y el paisaje, con un gran pico a nuestra izquierda y la bahía a la derecha. Toda la escena, simplemente, quitaba el sentido.


Pedro me abrazó por la espalda.


—Aquí tendremos espacio suficiente para ser solamente nosotros dos. Eso suena bien, ¿no?


—Suena perfecto.


Pedro besó mi cuello.


—No te haces una idea de lo feliz que me hace tenerte aquí.


—Y tú no alcanzas a imaginar lo feliz que me siento de estar aquí.


—Creo que puedo hacerme una idea. En este momento me siento igual que cuando estoy dentro de mi automóvil en la parrilla de partida, esperando a que el semáforo se apague para salir quemando ruedas. La adrenalina que corre por mis venas es incontrolable y creo que, si me tomasen el pulso ahora, me enviarían directo al hospital... y lo peor del caso es que esto no dura como en la salida, unos pocos segundos, sino que es una constante. Una constante desde que te besé debajo del podio en España. —Pedro se curvó sobre mí, encerrando mi cuerpo dentro del suyo—. Jamás había sentido nada semejante. —Rio manso sobre mi oreja derecha—. Tengo la impresión de que, de ahora en adelante, las carreras me aburrirán.


—Eso no me lo creo.


Besó mi mejilla.


—Me hará muchísimo más feliz saber que estarás esperándome en la meta, debajo del podio, para besarte cada vez que gane.


—Allí estaré, pero debes prometerme que me besarás muchas veces más.


—Lo prometo. Es más —me hizo girar entre sus brazos para que quedásemos frente a frente—, empezaré ahora mismo.





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