domingo, 28 de abril de 2019

CAPITULO 131




Su boca dio contra la mía llena de voracidad, de esa misma necesidad de darlo todo, de empeñar hasta su último aliento, igual que sucedía con cada una de las carreras. Nuestras bocas hicieron contacto y ya no hubo forma de aminorar la marcha; los dos íbamos a por todas y no bajamos la velocidad siquiera en las curvas. Cada vez que nos tocábamos, nos necesitábamos más.


Cuando llegamos otra vez al interior de su habitación, yo sin camiseta y él sin su camisa, con nuestros besos, caricias y pasión, sacábamos chispas en cada roce igual que los bajos de los monoplazas de los Fórmula Uno al raspar el asfalto de la pista.


Perdía la cabeza por cada una de sus miradas cómplices en la intimidad; con ellas me decía que le sucedía lo mismo que a mí; que, por encima de la atracción física, haciendo a un lado nuestras diferencias y su carácter y mi carácter, juntos éramos más de lo que hubiésemos podido imaginar ser. La confianza, la entrega, la seguridad que marcaba en mi piel y en la suya, nuestras caricias y besos, tornaban imprescindible cada segundo.


Lo mejor era que un momento compartido tras otro me brindaban la pasmosa certeza de que con Pedro podía animarme a todo, atreverme a un futuro en el que hasta entonces no había pensado jamás.


Con Pedro dentro de la cama era algo similar a descubrir un universo nuevo cada vez, sentirme así de deseada y saber que era capaz de despertar tanta pasión resultaba absolutamente nuevo para mí, así como experimentar con la misma persona, con quien el sexo eran fuegos artificiales, los momentos más tranquilos como podía serlo el simple hecho de contemplar el horizonte en silencio. Igual de emocionante y divertido podía resultar ir de compras al mercado, escaparnos al cine a ver una película de acción o salir a dar una vuelta en bicicleta por Montecarlo, mientras él corría junto a mí, esforzándose a un nivel que me hizo admirarlo todavía más.


Si hasta podía disfrutar al verlo concentrado frente al dispositivo que utilizaba para entrenar sus reflejos, disparando golpes precisos a cada una de las pantallas en la que la luz azul se encendía.


Me encantaba que tuviese su rutina de ejercicios en el gimnasio y que me permitiese compartir esos ratos con él, incentivándome a atreverme con nuevos aparatos o movimientos que ejercitarían músculos que yo ni siquiera sabía que tenía. Así mismo, me resultaba fácil reconocer esos instantes en los que él necesitaba su soledad o su silencio, así como él reconocía y respetaba los míos.


Memoricé los nombres de sus medicinas, sus dosis y para qué servía cada una, y él reconoció mis gustos en los menús de los restaurantes, en la música que ponía para entrenar y la que me gustaba tener de fondo para cocinar.


Empezamos a recomendarnos libros y a aceptar nuestras manías.


Hasta en lo que no estábamos de acuerdo nos complementábamos.


Lo único que desentonaba entre nosotros, bueno, en realidad no entre nosotros, sino más bien allí en el apartamento, era la ropa y demás objetos personales que Mónica se había dejado en su parte del vestidor. Pedro me había dicho que quedaría con ella en esos días para que pasara a retirar todas sus pertenencias, o al menos para que lo empaquetase todo y él pudiese enviárselo donde ella quisiese; él no quería retirar sus cosas de allí, decía que le parecía un tanto rudo y descortés, y la verdad era que a mí también me parecía bastante hostil, sobre todo porque Pedro y ella habían convivido más de dos años en ese apartamento y otros tantos en una propiedad que Pedro había poseído con anterioridad.


Sólo me restaba desear que sus cosas desapareciesen de los armarios y cajones lo antes posible, e imaginaba que así sería pronto, porque ella acudiría a cubrir el Gran Premio de Montecarlo.


Para el martes siguiente, al abrir los ojos y darle los buenos días después de que el despertador sonara y él me diese un beso en el cuello para avisarme de que era un día radiante, ya tenía la impresión de conocerlo de toda la vida, de haberme enamorado de alguien que bien podría haber conocido en mi más tierna infancia y que, sin duda, querría durante el resto de mis días. 


Nunca le tuve demasiada fe a la gente que decía que su pareja era el amor de su vida, su único amor. Siempre creí que el «para siempre» debía de tener una fecha de caducidad, puesto que la gente cambia y la vida no es sencilla, menos aún la vida en pareja; sin embargo, sentía que lo que me unía a Pedro continuaría allí así nos jurásemos un odio a muerte, así discutiésemos por cualquier estupidez.


Si es que sentía que mi vida había sido marcada por su amor en espera, por mi amor esperándolo. Sí, sonaba increíblemente cursi, pero, de todas formas, era imposible negar que eso que llevaba en el pecho, que me unía a él, provocaba que mis ojos se aguasen con tan sólo pensar en perderlo.


Tomé sus brazos y los estreché todavía más a mi alrededor. Pedro, para reforzar mi demanda, enredó sus piernas en las mías.


—¿Me has echado de menos durante la noche?
—bromeó.


—Sí, un poco.


—Yo te he extrañado mucho. Jamás debí comprar una cama tan grande — susurró en mi oído, apretándose todavía más contra mí.


Reí. Giré la cabeza y le di un rápido beso sobre los labios.


—Mejor me levanto a preparar el desayuno, que tienes un día ajetreado por delante y no quiero que se te haga tarde y menos que salgas sin alimentarte bien.


—La verdad es que la idea de quedarme aquí contigo en la cama me gusta más que la de tener que reunirme con Alberto de Mónaco.


—¡Eso no me lo puedo creer! ¡El campeón sin querer cumplir con sus responsabilidades!


Pedro se carcajeó.


—Vamos, que es realeza, campeón. Además, no puedes dejarlo plantado, vives en su país.


—Y además me conoce de sobra, sabe dónde vivo.


Soltándome de sus brazos, giré sobre el colchón.


—¡¿Es eso cierto?!


—Sí, vivo aquí y he ganado unas cuantas carreras de Mónaco, por lo que lo veo a menudo en el podio.


—Alardeas.


—Además, soy un miembro activo de la comunidad: asisto a los muchos eventos de caridad que organiza la familia y también a diversas celebraciones, y hemos coincidido en más de una fiesta. El evento de hoy lo organiza él, de modo que no puedo faltar; me encantaría quedarme.


—Anda, si te divertirás. Me dijiste que Martin también estará allí y que otros pilotos asistirán. Es tu mundo, Pedro. En cuanto los veas, te entrarán ganas de aprovecharlo; además, te envidio: suena muy bien eso de dar un paseo por Montecarlo en automóviles antiguos, y para qué hablar del orgullo de ser el piloto de Alberto de Mónaco. Eso no es para cualquiera, campeón. —Le palmeé el hombro y me senté.


—Ven conmigo.


—No estoy invitada y, además, me explicaste que el automóvil que conducirás es cupé; solamente dos asientos, ¿recuerdas? ¿No pretenderás que me siente sobre las rodillas del rey o príncipe o lo que sea que sea Alberto de Mónaco?


—¡Ja! ¡Ya quisiera él, pero eso no sucederá! Vamos, ven conmigo; anímate.


Pedro, no estoy invitada y es un evento oficial. Además, dudo de que tenga nada que ponerme para ir a una celebración así, eso por no mencionar que Martin vendrá a cenar y que quiero tenerlo todo listo para la ocasión, lo que implica salir de compras... entre paréntesis, espero no perderme. Serán nada más que un par de horas y, para cuando regreses, yo estaré aquí invadiendo tu cocina.


—Por mí puedes invadir todo el apartamento.


—Te tomo la palabra. A ver cuánto tardas en desear echarme.


—Eso no sucederá. —Pedro puso una de sus manos en mi cuello y tiró de mí hacia abajo—. Ven aquí.


Me resistí, riendo.


—Llegarás tarde. —Le di un par de palmadas en el muslo—. Arriba, campeón. Vamos, tú puedes. Despega tu humanidad de ahí y ve a darte una ducha, que tienes que estar guapo y perfumado para la realeza.


—Prefiero estar guapo y perfumado para ti.


—A mí me gustas incluso sudado, así que no me convencerás con eso. — Bajé de la cama de un salto—. Te doy veinte minutos, Siroco. Si no te veo en la cocina para entonces, vendré a buscarte y te llevaré allí por una oreja.


—Me encanta esa manía tuya de dormir con la camiseta de Bravío; sobre todo porque llevas la del número uno.


Me carcajeé.


—Das asco, campeón. Mueve tu trasero, que este fin de semana te toca trabajar y el trabajo comienza ahora. Desde este instante tienes que demostrar que continúas siendo el número uno.


—Puedo demostrarte... —empezó a decir, rodando sobre la cama para insinuar su cuerpo desnudo debajo de la sábana.


—¡Arriba, Pedro! —chillé interrumpiéndolo.


—Eres peor que mi padre, David, Toto y Pablo juntos. ¡Bien! ¡Ya mismo me levanto! —exclamó y saltó desnudo de la cama, para enseñarme su perfecto trasero, que movió bromeando de camino a la ducha.


—No tienes vergüenza, campeón. —Reí.


Él se rio conmigo y prosiguió su camino al baño mientras yo daba la vuelta para dirigirme a la cocina.




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