lunes, 8 de abril de 2019

CAPITULO 64




Sochi es un sitio de lo más extraño y hermoso, increíble. Igual que otros de los lugares que tuve oportunidad de conocer desde que empecé a formar parte del equipo Bravío, Rusia parece un mundo completamente aparte.


Nuestra llegada fue vía una escala en Moscú; por desgracia no pude visitar la ciudad; sin embargo, Sochi merecía la pena. Por el momento me quedaría con las ganas de ver el Kremlin. Tendría que contentarme con tener frente a mí las azules aguas del Mar Negro y, a mis espaldas, detrás del hotel y del Parque Olímpico, las montañas nevadas del Cáucaso.


Así era Sochi, un punto en el mundo con un pie en el invierno por desgracia no puede visitar la ciudaderno y otro en el verano. Con sus doscientos días de sol al año, tanto podías ir allí con tus esquíes como con tu traje de baño.


¡Playa...! Mis ojos brillaron de cara a las piscinas que tenía delante, y al mar por detrás.


Imaginé que el agua debía de estar helada y, si bien la noción de verano que tienen los rusos no contempla las mismas temperaturas que la de los argentinos o la de otros ciudadanos de lugares más cálidos, el hotel en el que nos instalaron tanto a los miembros del equipo como a los pilotos era una verdadera delicia paradisíaca, digna de cualquier sitio turístico del Caribe.


Quedé boquiabierta al entrar en el vestíbulo y se me cayeron los calcetines cuando descubrí los restaurantes y bares durante una visita guiada que me organicé yo misma a la hora de llegar. Quería recorrer cada centímetro de ese lugar y sabía que no tendría ocasión en cuanto comenzara la locura del fin de semana.


Además, resultaba extraño tener un rato para mí misma, para separarme del resto del equipo, ya que habíamos estado todos pegados y revueltos durante demasiados días de prácticas en España. El estado de ánimo allí había
sido un tanto tenso después del segundo puesto de Pedro en la carrera de China.


Según decían todos, el circuito de Sochi era muy exigente con los vehículos y, más allá de que a Pedro le gustase mucho el trazado, Helena probó y probó hasta el cansancio su automóvil para intentar consolidar la configuración del
monoplaza, sus últimos avances y ajustes.


La tensión era tanta que más de una vez terminé a gritos con Suri e incluso de malos modos con Helena. Sumada a la tensión del equipo, estaba la mía después de lo sucedido con Pedro en China. Ninguno de los mecánicos había
mencionado ni una palabra de mi borrachera; que yo supiese, no había corrido ningún rumor. 


La verdad era que no me importaba demasiado si ellos lo sabían o no, lo problemático era que Pedro lo sabía, porque había sido testigo directo de todo el asunto... Mejor dicho: partícipe, y yo todavía no tenía idea de cómo haría para mirarlo a la cara otra vez. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que soñé con él todas esas últimas noches; lo soñé besándome y desvistiéndome con propósitos menos nobles que meterme en la cama después de una melopea; también lo soñé gritándome, despreciando todos mis actos, desde mis comidas hasta mis ganas de alentarlo para que volviese a ganar.


Sochi y mi relación con Pedro eran lo mismo: un contraste de frío y calor.


Por lo que me habían contado, sabía que Pedro estaba en Moscú desde hacía un par de días, entrenando, aprendiéndose hasta el último milímetro del trazado de Sochi. Tenía programado llegar al hotel esa misma noche y se alojaría en una de las villas que en ese momento tenía en frente; una edificación de tres plantas que poseía cuatro habitaciones con espectaculares balcones, cuatro cuartos de baño, piscina privada, una cocina completamente equipada, área de comedor, una sala de estar con una enorme televisión de pantalla planta y una terraza con vistas al Mar Negro que debía de ser un privilegio único al anochecer.


Imaginé que allí, por la noche, al no haber tanta contaminación lumínica, el cielo debería de ser un espectáculo que, además, se reflejaría en el mar.


Bueno, mi habitación era en un piso más bajo y por supuesto no tan lujosa, sin aquellas vistas. 


De todas maneras, Sochi continuaba siendo Sochi para mí y, sin duda, a mis ojos debía de ser mucho más importante que a los suyos.
Retrocedí un poco sobre el camino de piedras claras. No tenía ni idea de en cuál de las villas iba a alojarse Pedro, y llevaba demasiado tiempo contemplando la que tenía delante; no quería que sus huéspedes pensasen que era una acosadora, si es que estaba ocupada.


Me aparté y giré sobre mis talones para ver aparecer al director del equipo.


Pablo Merian avanzaba hacia mí con una gran sonrisa en el rostro. Desde la vez que me había topado con él, el día en que Pedro me ayudó con el carro, no lo había tenido delante más de cinco segundos y, si bien siempre era cordial y
jamás fallaba en sonreírme y elogiar mis dulces, no me apetecía quedar frente al jefe supremo, no en ese estado en el que, más que nada, era una chica que pensaba en un chico al que no tenía acceso. Cuando era una más de Bravío, era una cosa; sin embargo, en ese momento ni siquiera vestía el uniforme del equipo y él tampoco, y eso tornaba la situación un tanto extraña, como con los límites desdibujados, lo que desestabilizaba el orden de las cosas.


Decidí mantener la formalidad con la que siempre lo trataba.


Me llamó la atención lo joven y despreocupado que parecía.


Alzó una mano y entonó mi nombre.


Lo esperé; no podía largarme para seguir mi paseo sin saludarlo antes. A pesar de no estar trabajando en ese momento, no hubiese sido correcto que me alejase de él corriendo... como me apetecía.


—¡Paula, qué alegría verte por aquí!


—Encantada de verlo, señor. —No lo tuteaba y así continuaría.


El director de Bravío me tomó por sorpresa al inclinarse sobre mí para estamparme un beso en la mejilla derecha y luego otro en la izquierda. 


Me quedé medio petrificada por sus besos y por su efusividad. Hacía poco más de setenta y dos horas nos habíamos visto en España y, entonces, nada de eso habría sido posible.


—¿Qué tal tu vuelo?


—Muy bien, señor; gracias. ¿El suyo?


—Largo, pero bien. De cualquier modo, paré un día en Moscú para ver a Pedro. Entiendo que vosotros hicisteis escala en otro aeropuerto.


—Sí, pero valió la pena; es increíble poder estar aquí.


—Sochi es fantástico, ¿no?


—Sí, y este hotel es espectacular.


—Me alegro de que te guste. ¿Has tenido tiempo de recorrerlo?, ¿no habéis llegado todos esta mañana muy temprano?


—Sí, me he echado un rato —se me escapó una sonrisa—, pero no podía dormir más, con todo esto rodeándome. Tenía que echar un vistazo, ahora que podía.


Pablo Merian me sonrió con ganas.


—Es increíble tener el mar ahí atrás —apunto en esa dirección con la cabeza— y las montañas nevadas allí delante. Y cuando veas el circuito...


—Estoy ansiosa. Tengo entendido que iremos esta tarde.


—Bueno, por mí, si te prestan alguna de las cocinas de aquí para que puedas preparar las cosas ricas que tú haces, no necesito nada más.


Reí medio nerviosa; mantener esa conversación a solas con el jefe me resultaba extraño.


—Sería un placer poder cocinar en una de estas cocinas; estoy segura de que deben ser estupendas y que deben estar equipadas con todo lo último. El hotel parece muy nuevo.


—Lo es.


—Pero no me parece justo privar a los chicos de mis postres —bromeé—. Además, a Suri le daría algo si no aparezco por el circuito a ayudarlo con las comidas, señor.


—Si vuelves a llamarme señor, me dará algo a mí. Soy Pablo.


Carraspeé. ¿De dónde salía esa familiaridad?


—¿Estás ocupada?


—No, la verdad es que no. Sólo recorría el hotel.


—Bueno, ¿quieres acompañarme a ver la villa que ocupará Pedro? Quiero asegurarme en persona de que todo está como debe.


¿De verdad estaba pidiéndome eso?


—Anda, ven conmigo; es ésa de allí.





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