lunes, 15 de abril de 2019

CAPITULO 87




A punto de vomitar mi corazón, me aparté de él.


No hice más que poner los pies en el suelo para ver el reflejo de una ambulancia aproximándose.


Antes de salir de la habitación, lo vi allí recostado y, tanto por su estado como por su petición de que me fuera, se me quebró el corazón.


Prácticamente corriendo, salí de la autocaravana. Llegaban una ambulancia y dos vehículos. De uno saltó el padre de Pedro; del otro, Pablo. Un tercero venía en camino. Imaginé que Mónica no tardaría en aparecer. 


Una segunda ambulancia llegó.


Bajé los escalones y me aparté un poco, sin perder de vista el movimiento.


Dos personas bajaron corriendo de la primera ambulancia; una de ellas cargaba un maletín y la otra, una especie de maleta pequeña.


Alberto entró en la casa rodante sin ni siquiera reparar en mi presencia.


El que sí reparó en mí fue Pablo, pero no dijo nada, no al menos a mí; iba con su móvil pegado a la oreja y su cara de preocupación era épica.


Mónica llegó en el tercer vehículo.


Contra mi voluntad, me alejé de allí. No sabía por qué, pero me sentía increíblemente culpable. 


Lloré todo el camino de regreso a la cocina y, de
hecho, a unos metros de entrar, me arrepentí y retrocedí hasta los baños. Allí lloré hasta calmarme.


Unos minutos más tarde, limpié las lágrimas de mi rostro con mucha agua y regresé a la cocina.


—¿Qué ha pasado? —me interrogó Suri en cuanto puse un pie dentro.


—Los chicos le gastaron una broma a Pedro. Lo habían atado de pies y manos. Dejaron la puerta entreabierta de su autocaravana para que pudiesen oírse sus gritos pidiendo ayuda. Lo solté...


—¿Está bien? ¿Estás bien?—me preguntó, acercándose. La cocina ya estaba en orden; la mayor parte de las luces, apagadas. Suri estaba listo para irse a descansar.


—Eso creo... Pedro se descompuso. Entonces llegó David y llamó a los servicios médicos.


—Pero ¿estaba bien?


—Creo que sí, me pidió que me fuera. —Sin más remedio, me eché a llorar otra vez.


—Tranquila, seguro que se pondrá bien. —Me abrazó—. No te preocupes, está en buenas manos. Estará bien.


—Pero es que... ¿qué tiene? ¿Cómo puedes decirme que no me preocupe?


Temblaba. Hay un montón de medicamentos en la puerta de la nevera en su autocaravana.


—No pasa nada. Mejor nos vamos ya al hotel.


—No me digas que no pasa nada. ¿Sabes qué tiene?


Suri se apartó un poco de mí.


—No me concierne a mí hablar de eso, Duendecillo.


—Pero es que necesito saberlo, él no...


—Si él quiere, te lo contará y, si no, pues... —Se encogió de hombros. Me sonrió un segundo después—. Tranquila. Está en muy buenas manos y mañana lo verás como nuevo. Ganaremos la carrera y lo celebraremos...


—¡A la mierda con la carrera, Suri! ¡¿Qué pasa contigo?! Te digo que se encuentra mal y me sueltas que no pasa nada y me hablas de la carrera. ¡Estoy hablando de la salud de Pedro!


—Pues si él no te ha contado nada...


Me arranqué el delantal de cocina y lo arrojé sobre la encimera.


—¡A la mierda con este puto equipo, con las carreras y con este incomprensible secretismo entre vosotros! ¡Estáis todos chiflados! —Fui al armario y rebusqué mi abrigo y mi mochila—. ¡Me largo!


Hubiese querido que ese «¡me largo!» fuese un «me largo» definitivo, algo más distante que al hotel que ocupábamos con el resto de los integrantes de Bravío. Pedro me ataba a él, ese trabajo me ataba a él, todo mi ser estaba con el
equipo y con el campeón, me gustase o no.


Pasé horas sentada sobre la cama, esperando alguna noticia, una llamada.


Nada. Nadie me tenía en cuenta para avisarme del estado de salud del campeón, ni siquiera el propio campeón.




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