viernes, 3 de mayo de 2019
CAPITULO 147
Pedro se sentó al volante en el lado derecho del vehículo, para conducir por Londres con una destreza envidiable. Si me hubiera tocado a mí conducir desde esa posición, hubiese chocado, como mucho, a dos calles de salir.
Podía no ser muy buena conduciendo en Londres, pero conocía bien la ciudad porque no era la primera vez que la visitaba y en mis planes había estado, y todavía estaba, el proyecto de abrir una pastelería en esa capital, aunque eso de momento se encontraba en pausa.
Detecté al instante la aguja gris y aguda de la iglesia que quedaba justo al cruzar la calle de la manzana en la que estaba ubicada la casa de Tobías.
Pasamos junto a la pequeña plaza, frente a la floristería de la esquina que tanto me gustaba, por delante de la puerta de la chocolatería que era la perdición de mi sobrina Lila y por el local todavía en alquiler que Tobías me había mencionado en nuestra última conversación, allí, a dos pasos de la plaza y con unas vistas impagables que lo convertían en un lugar ideal para instalar mi pastelería y que, quizá, me permitiría poner algunas mesas para servir allí desayunos y meriendas.
Giré la cabeza y miré a Pedro sin decirle nada.
En algún momento tendríamos que conversar sobre mis planes, mis metas; sin embargo, ése no era el instante adecuado, no con él y sus nervios por las nubes.
—Es un barrio muy bueno. Las casas se ven estupendas. ¿Son propietarios o alquilan?
—Son dueños desde hace poco; antes tenían alquilada la casa; surgió la oportunidad de comprarla y lo hicieron apenas hace un año. Adoran su hogar; ya lo verás, es estupendo.
—A tu hermano debe de irle muy bien en el restaurante.
—Sí, y así trabaja. Su profesión necesita mucha dedicación, y mi hermano ama lo que hace. Además de eso, Tomas es un experto en finanzas; tiene un excelente empleo en una empresa multinacional y Tobías recibió muy buenos consejos de él. —Le guiñé un ojo—. En fin, ya verás lo maravillosa que es la casa. Es que ambos tienen un gusto increíble y la han remodelado al mejor estilo inglés, pero con un toque de modernidad. Nada más entrar tienes la
sensación de estar delante de fotografías de una revista de decoración. Bueno, no tan ordenada, porque tienen una niña pequeña y los dos trabajan muchísimo, pero, desde las alfombras hasta los sillones, todo allí es absolutamente perfecto.
Lo vi tragar. Su cuello se ensanchó.
Toqué su hombro.
—Tranquilo.
Pedro me sonrió sin enseñar los dientes y sin apartar la mirada de la calzada; el tráfico a esa hora no era excesivo por ser día entre semana al mediodía.
—¿Te gusta más su casa que las mías?
—A mí me gusta donde tú estés, Siroco. Eso que me dijiste de la cama en que amanezcas, pues, bueno, a mí me sucede lo mismo. Ni siquiera me importa qué cama sea.
Pedro apartó la mano de la palanca de cambios para envolver la mía.
—Es esa casa de allí —apunté hacia la esquina, en dirección al edificio blanco de tres plantas que no podía ser más encantador.
Siroco espió en la dirección en la que yo señalaba con el dedo.
—Sí que les va bien —comentó.
—Allí —en ese momento apunté al espacio vacío que quedaba entre la Range Rover dorada de Tobías y otro vehículo—. La camioneta de delante es de mi hermano.
Pedro comenzó las maniobras para aparcar.
—Por lo que me contaste, ese vehículo cuadra con las proporciones de tu hermano.
Ante su comentario, reí.
—Sí, definitivamente.
Bajamos del coche cargando todo un arsenal de ropa y demás accesorios de Bravío que le había prometido a Tomas y a mi sobrina (a Tobías no le entusiasmaba demasiado aquello de hacerle publicidad a su futuro cuñado), más todos los regalos que llevaba acumulando durante lo que llevaba de la temporada para Lila, mi hermano y Tomas; a eso había que añadir dos botellas
de vino blanco, dos de tinto y dos de champagne, que Pedro se había emperrado en traer, y los obsequios que él le había comprado a mi sobrina en Austria, en una juguetería que hacía juguetes de madera como se hacían antes, más un vestido de estilo tirolés que no pude evitar comprarle.
Lo nuestro, más que una visita, parecía una mudanza.
—¿Listo, campeón? —le pregunté cuando llegamos al último escalón, frente a la puerta negra con la manija central en forma de ciervo.
Asintió con la cabeza.
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