domingo, 5 de mayo de 2019
CAPITULO 153
Los días lejos de Pedro, lejos de mi hermano, con conversaciones inconclusas de por medio, con todas las decisiones por tomar dentro de mi cabeza, se tornaron pesados y eternos y, de no ser por Helena y su predisposición a escuchar a quien necesitase hablar, se me hubiesen hecho todavía más insoportables.
De cualquier modo, debía admitir que la distancia me hizo bien, fue como reservarme una burbuja lejos de todo para trabajar a un ritmo constante pero sin demasiadas prisas, para poder ver al equipo avanzar en mejoras que hicieron que Helena alcanzase velocidades y récords de vuelta que a todos nos recordó demasiado a Pedro, y para ser simplemente yo durante unos días, pese a que, cada vez que bajaba la vista hacia mi mano, allí estaba él y lo que podía ser mi vida a su lado si lográbamos que eso funcionase, fusionando mi vida y la suya, no sólo acoplándome yo a la suya... El caso es que era cierto, aunque no quisiese admitirlo en voz alta, que sentía que, al estar junto a Pedro, al aceptar estar con él, corría el riesgo de perder una parte de mí; lo que todavía no me quedaba claro era cuánto estaba dispuesta a sacrificar por nosotros y cuánto estaría dispuesto a sacrificar él por mí.
Una semana más tarde, volé con el equipo rumbo a Budapest, Hungría, para allí reencontrarme con Pedro para la semana del Gran Premio en Hungaroring, que no fue del todo brillante, pese a que el campeón se sentía muy cómodo en ese circuito. El motivo es que tuvo una fuerte discusión con Pablo, Toto y el resto de los ingenieros, por los cambios en el automóvil que habían probado con Helena y que a él no acabaron de convencerlo.
Después de muchas horas de reunión en la autocaravana de Pablo, al final acordaron llevarlas a cabo, pero Pedro me dijo, en privado y entre gruñidos de fastidio y disconformidad, que no le gustaba para nada lo que planeaban con el coche y que él y Helena tenían una forma muy distinta de conducir; por ello, lo que estaba bien para ella no tenía por qué estarlo necesariamente para él. Pedro estaba cabreado con lo que, según él, le habían hecho al monoplaza a sus espaldas, si bien no era para nada así, porque ni los ingenieros ni Pablo tomaban decisión alguna sin discutirla antes con su mejor piloto. El problema residía en que Pedro no se mostraba ni remotamente dispuesto siquiera a aceptar los comentarios y las recomendaciones de Helena, surgidas de sus días de pruebas en España.
Pese a su disconformidad, Pedro realizó muy buenas pruebas el jueves. El viernes se le complicó un poco, pero, de cualquier modo, todo apuntaba a que se quedaría con la pole position.
El sábado amaneció oscuro y ventoso. El anuncio de tormenta los puso a todos en alerta. Nadie quería quedarse sin salir a marcar tiempo antes de que empezase a llover y, con los cambios en su automóvil, la salida se retrasó un poco más de la cuenta, por lo que no pudo dar muchas vueltas antes de que cayese la lluvia, convirtiéndose en una verdadera cortina de agua que obligó a suspender, por una hora, las pruebas de clasificación.
Todos entraron en una especie de sopor entre aburrido y tenso.
Por televisión vi a Pedro, con cara de perro, sentado sobre una de esas cajas de herramientas altas, contra la pared del fondo del box, junto a su padre y a David, con los auriculares puestos y la parte de arriba del traje ignífugo desparramado a los lados de sus muslos, mientras que, en el lado opuesto del box, Helena, Haruki y un par de mecánicos pasaban el rato haciendo el tonto con un iPhone, en el cual tenían instalado Snapchat; se sacaban fotos con todos los filtros, cambiando sus rostros y riendo despreocupados, mientras en la calle de boxes caía un diluvio.
Pablo, abrigado hasta las orejas, no dejaba el pit wall; allí, con Toto y el ingeniero de pista de Haruki, conversaban con caras serias, manteniendo apartados de sus bocas los micrófonos de los intercomunicadores.
Que el ambiente dentro del equipo estaba enrarecido no eran ideas mías, y mucho menos algo que pudiese pasar desapercibido a cualquiera que fuese medianamente observador. Si incluso los comentaristas lo pusieron de manifiesto. En esa poco más de una hora, hubo demasiado tiempo para comentar cosas que no estuviesen estrictamente relacionadas con el fin de semana de carrera; los comentaristas hasta sacaron a relucir el compromiso de Pedro conmigo.
Por suerte la lluvia paró y Pedro salió a clasificarse una vez más, para quedarse con la pole; esta vez, por una diferencia ínfima frente al tiempo de Haruki, apenas doscientas milésimas de segundo.
Pedro hizo su descarga conmigo en cuanto nos reunimos esa noche en el hotel. No estaba ni un poco conforme con el trabajo del equipo y, cuando le pedí que se calmara, que se diese tiempo para acostumbrarse a los cambios, que si Toto y Pablo habían insistido en hacerlos en su automóvil debía de ser porque consideraban que resultarían beneficiosos, terminamos discutiendo.
El domingo, cuando nos levantamos temprano, preferí no tocar el tema y limitarme a apoyarlo. Pedro estuvo taciturno y, otra vez, hasta los comentaristas lo notaron.
La salida fue desordenada y, en la primera curva, Pedro perdió la posición frente a Haruki y por poco se toca con Martin, provocando que todos contuviésemos el aliento en su lucha por no perder la segunda posición y al abalanzarse sobre Haruki para recuperar el liderazgo.
Cuando los neumáticos de Pedro y los de Haruki quedaron enredados, casi se me para el corazón y, del susto, Suri se aferró a mi mano y a punto estuvo de destrozármela del apretón que me pegó.
Ante las cámaras, Pablo se puso pálido y, agarrándose la frente, con los ojos muy abiertos y sin parpadear, esperó a ver el desenlace de aquella batalla, que tuvo como fin a Pedro liderando la carrera.
El campeón no pudo alejarse demasiado de quienes lo seguían y toda la competición fue eso, una sucesión de conteos de milésimas de segundo, de estrategia y nerviosismo, de juego de muñecas para atacar cada curva al máximo y aprovechar las aceleraciones para sacar un poco de diferencia.
Resultó una carrera tensa al extremo, que Pedro ganó con el equipo después de que éstos marcasen el récord del pit stop más rápido del año, de tan sólo un segundo con noventa y dos centésimas.
Frente al vallado, esperé a Pedro para verlo bajar de su automóvil y ser testigo de su aspecto. El gran premio le había pasado factura. El campeón lucía pálido, en sus ojos se veía el agotamiento. Estaba empapado en sudor y, cuando llegó a mí, jadeaba.
Su beso fue apenas un toque de labios.
Entre dientes, me susurró un apenas audible «he ganado», como si en aquello le fuese la vida.
Cuando le pregunté si se encontraba bien, me contestó que estaba exhausto y eso fue todo. Se despidió de mí con otro beso rápido y se alejó para cumplir con la ceremonia del podio.
Martin llegó en segundo lugar y Haruki, el tercero.
Pedro se mantuvo durante casi toda la ceremonia con los brazos en la cintura y la cabeza medio gacha, sin poder ocultar su cansancio, y a mí el nudo en mi garganta se me apretó todavía más cuando, durante el champagne, tras los pocos festejos de Pedro, Martin se le acercó para agarrarlo por debajo del
hombro y susurrarle algo al oído. No fue un simple gesto de compañerismo, ni tampoco tenía nada que ver con la celebración; la cara de preocupación del brasileño lo decía todo.
Mientras Haruki continuaba bañándonos a todos, Pedro y Martin se quedaron a un lado.
Los tres posaron para la foto en lo más alto del podio y, después, el carioca ayudó a Pedro a descender.
La rueda de prensa allí arriba fue bastante breve, porque Pedro no contestó con otra cosa que no fuesen monosílabos y Martin parecía demasiado preocupado por Pedro como para ponerse a elaborar una evaluación de lo sucedido en la carrera.
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