lunes, 13 de mayo de 2019

CAPITULO 179



Pedimos su coche y, en efecto, al abrirse las puertas del circuito, vimos a los paparazzi apostados en la salida, esperándolo.


Los flashes rebotaron contra los cristales tintados; nos quedamos solos, en la oscuridad de la noche, a los trescientos metros.


En el hospital había algunos periodistas; sin embargo, pudimos librarnos de ellos con suma facilidad, porque el guardia de seguridad del hospital nos envió hasta un acceso de automóviles y allí ya nadie nos molestó. De cualquier modo, el viaje en ascensor hasta el noveno piso del hospital fue sumamente angustiante.


En cuanto las puertas se abrieron, vimos a Martin sentado junto a Helena, con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas. Estaban Pablo, el representante de Haruki y algunas otras personas del equipo; en la otra punta de la sala de espera, alguna gente autóctona. Todo allí era silencio, penumbra y
asepsia.


Pablo fue el primero en percatarse de nuestra llegada. Entonó el nombre de Pedro y entonces Martin alzó la cabeza...


Pedro —soltó el brasileño, quien tenía los ojos rojos de llorar. Su mirada volvió a quedar inundada al ver a su amigo.


Pedro apresuró el paso hasta él y Martin se puso de pie. Los dos amigos compartieron uno de esos abrazos que las personas que se quieren bien, del modo más sincero y profundo, pueden compartir. Uno de esos abrazos cargados de energía y sentimiento que parece que no terminarán jamás.


El saludo que compartió con Helena fue más escueto y el abrazo que le dio a Pablo, un tanto más formal. De todos modos, Pedro los saludó a todos y preguntó por Haruki.


—Acaban de sacarlo de cirugía. Está bien, estable. Solamente resta esperar —nos explicó Pablo.


Eso fue lo que hicimos. Martin y Pedro se acomodaron juntos, mientras Helena y yo fuimos a por café para todos.


Bebimos café. Conversamos. Estuvimos en silencio. Pedro dormitó sobre mi hombro mientras mi mano apretaba la de Martin para darle fuerza.


Helena también se quedó dormida sobre su silla.
Pablo caminó de un lado a otro del pasillo, con su móvil pegado a la oreja.


Pedro despertó.


Martin se recostó sobre los sillones.


En algún momento también me quedé dormida y, al despertar, vi que Pedro había reemplazado a Pablo en su andar por el pasillo, también con el móvil en la oreja; luego supe que hablaba con su padre, para informarlo de que estaba en el hospital.


Al borde del amanecer, un médico apareció para darnos el parte. Haruki estaba estable, despierto, con dolores, pero ya sin necesidad de respirador, y sus constantes vitales estaban controladas.


Pablo y su representante entraron a verlo. Luego lo hicieron Martin y Pedro.


El representante de Haruki se fue a por los padres de éste al aeropuerto y Helena volvió al hotel. Pablo y yo nos quedamos a solas.


—¿Quieres que vaya a buscarte un café? —le ofrecí. Allí nadie tenía tanta mala cara como él. 


El cansancio y la preocupación se leían en su rostro.


—No, gracias. Si bebo más café, se me formará un agujero en el estómago.


Mi úlcera hoy está peor que nunca.


—Deberías ir al hotel a descansar.


—Esperaré a los padres de Haruki. No puedo irme ahora. —Dicho esto, Pablo pegó los labios por unos segundos y luego dejó escapar un largo suspiro —. Todavía no puedo creer lo que ha pasado.


Rodeé sus hombros con uno de mis brazos.


—Tranquilo, Pablo. Ya has oído a los doctores; se pondrá bien.


—Sí, lo sé. Estará bien, pero no podrá correr el resto de la temporada. — Se quedó mirándome un momento en silencio.


Alcé las cejas, inquisitiva.


—Helena reemplazará a Haruki al menos hasta el final de esta temporada.


—Pablo me miró expectante.


—Te preocupa que...


—Sí, me preocupa —convino Pablo. Los dos, sin decir demasiado, sabíamos muy bien de qué hablaba el otro. A ambos nos preocupaba lo que sucediese en el equipo, en los boxes, en las pistas, con Pedro y Helena corriendo juntos—. Hablaré con Pedro antes de que os vayáis. El resto del equipo partirá rumbo a Japón en unas horas. Helena ya sabe que correrá — inspiró hondo—; no quiero más escenas como las de ayer. No es bueno para el equipo, no es bueno para la categoría... ni para nadie.


—Estoy al tanto de que Pedro y Helena no tienen la mejor relación; sin embargo, no creo que...


—Por favor, ayúdame a suavizar las cosas con él —me interrumpió—. Conozco de sobra a Pedro para saber que esto no le gustará. Sé que entenderá que no queda otra salida que tener a Helena corriendo, pero... —Otro suspiro
—. Pedro es Pedro.


Definitivamente: Pedro era Pedro.


Me pregunté si en algún punto Pablo culpaba a Pedro por lo sucedido, por poner nervioso a Haruki, por hostigarlo de aquella manera. Me pregunté a mí misma si yo, en parte, lo creía responsable de aquello y de ser capaz de montar un berrinche por tener a Helena corriendo como compañera de equipo. Si había generado semejante alboroto en las últimas pruebas en las que ella sugirió cambios para su automóvil...


Entonces fui yo la que tuvo la impresión de que se le formaría un agujero en el estómago.


—Claro, no te preocupes, Pablo. Hablaré con él de ser necesario.


Pedro salió de ver a Haruki y Pablo se lo llevó para hablar con él a solas en la cafetería. Me tocó hacerle un rato de compañía a Martin.


—¿Cómo está Haruki?


—Dolorido, pero bien. Ha comentado que desde el inicio de la carrera que no pudo concentrarse.


—No fue culpa tuya, Martin.


Los ojos de Martin se llenaron de lágrimas. Se sonrió.


—Me asusté tanto al verlo salir despedido. —Su voz sonó estrangulada—. En un primer instante pensé que lo había tocado, que quizá él se había enganchado con uno de mis neumáticos. —Se agarró la cabeza con una mano —. No hacía más que preguntar al equipo por él y ellos me contestaban que no sabían nada. Cuando pasamos por delante de él en la siguiente vuelta, detrás del safety car, y vi la ambulancia y a los paramédicos... —se interrumpió—. Creí que estaba muerto y que había sido culpa mía.


—No fue así.


Martin hizo un esfuerzo por sonreír para mí.


—Estoy muy viejo para esto ya.


—No estás viejo. —Le devolví la sonrisa y un apretón de manos.


—Sé que las cosas malas pueden sucederte en cualquier parte...


—Chis, Martin, ya no pienses más en eso.


—Y no estaré aquí el año que viene para cuidar de Pedro.


—Martin, no te preocupes por eso ahora. Has tenido un día y una noche espantosamente largos.


—Desearía que todos volviésemos a casa ahora mismo, que no quedasen más carreras en el campeonato.


Pedro, sólo estás muy cansado.


Sus facciones estaban ajadas; parecía que de pronto le hubiesen salido arrugas por todas partes a su siempre feliz rostro.


—Quizá. Es que estoy preocupado con Pedro; ha estado muy silencioso allí dentro, apenas si miraba en dirección a Haruki.


—Me dijo que, para los pilotos, estas situaciones no son sencillas de sobrellevar.


—Y no lo son, pero no es solamente eso. Cuando hemos salido de la sala, me ha contado lo de la noche del sábado. —Hizo una pausa—. Se supone que él ama lo que hace, que debía disfrutar de las carreras, de todo esto, que es su pasión. Ahora no veo que lo disfrute; más bien lo padece. Creo que se pone bajo una presión innecesaria.


—También yo.


—Creo que debería entender que lo más importante es su felicidad, su salud, independientemente de lo que haga o de dónde esté, de si gana o pierde carreras o, incluso, de si se va de la categoría.


—¿Irse de la categoría? ¿Te ha dicho que quiere abandonar la Fórmula Uno? —solté sorprendida.


—No, sólo me ha dicho que está cansado. Y no ha sido un «estoy cansado porque no he pegado ojo en toda la noche». ¿Lo entiendes? Ha sido un cansado... —otra pausa—; uno de esos que sueltan quienes están un tanto perdidos.


Mi Pedro. Me dieron ganas de tenerlo entre mis brazos en ese instante; de hablar con él seriamente, de que comprendiese que no necesitaba correr ni una sola carrera más si no quería, que la cantidad de campeonatos que ganase no lo hacían él. Por encima de todo, tenía ganas de decirle que, seriamente,
comenzase a pensar en él, porque ganar campeonatos o ser implacable en la pista quizá no fuese completamente por él.


Me pregunté cuánto de Pedro, en realidad, era Pedro, el Pedro que él quería ser.


Las manos se me enfriaron. Entonces fue el turno de Martin de darme un apretón.


—Éste no será el mejor momento, pero hablaré con él —me dijo Martin —. Es que hace un rato tampoco estaba de humor, porque llamó a su padre para avisarlo de que estaba aquí y... ya sabes...


—Sí, lo sé. Su padre.


—Su padre y los paparazzi.


Asentí con la cabeza.


Nos quedamos un momento en silencio.


—Helena correrá las carreras que quedan.


—Ya lo imaginaba —me contestó Martin en el mismo bajo tono de voz.


—A ver cómo se lo toma. Pablo se lo ha llevado para decírselo. Le he prometido a Pablo que lo ayudaría con eso, por si Pedro reacciona mal.


—No te preocupes, no estás sola en esto, también hablaré con él. No estás sola con él, quiero que lo sepas. Sé como es el padre de Pedro y sé como es Pedro cuando está con él. —Martin se detuvo—. Por eso me alegré tanto cuando apareciste en su vida. Creo que él es mucho más feliz ahora, contigo. Quizá no lo sepa, quizá todavía no se ha dado cuenta... pero está cambiando y creo que el cambio es para mejor. —Una de sus hermosas sonrisas intentó aflorar en sus labios—. Me iré de aquí un poco más tranquilo sabiendo que te tiene a su lado. Es un bastardo con suerte; espero que lo sepa.


—Sí, espero que sepa que tiene al mejor amigo que se pueda pedir.


Oímos pasos y nos dimos la vuelta para ver regresar a Pedro. Traía peor cara que cuando se fue siguiendo a Pablo.


—Mejor te lo llevas de aquí ahora.


Asentí con la cabeza.


—Nos vemos en Japón, Duendecillo.


Con dos besos y un abrazo, nos despedimos.


Pedro y Martin también compartieron un abrazo.




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