jueves, 16 de mayo de 2019

CAPITULO 191




Desoyendo a Martin, empujé la puerta y los vi. Allí estaba ella, sentada en el borde de la cama, con sus manos cubriendo la mano derecha de él. Pedro tenía un aspecto espantoso, muy demacrado, sudoroso. Si hasta la debilidad se le escapaba por los poros, amenazando con no dejar nada de él, con vaciarlo por completo.


Ella se veía tan radiante como siempre.


Pedro —jadeé.


Martin llegó justo detrás de mí.


—¿Qué hace ella aquí? Te dije que le dijeras que no quería verla, que no la quería aquí; ella no entiende nada.


Las palabras de Pedro fueron para Martin, pero fui yo la que contestó.


—Pues si no quieres verme, si crees que no entiendo nada, me lo dices a la cara, no usando a tu mejor amigo para ahorrarte el mal trago, para evitarte el tener que presenciar que te diga que creo que eres un idiota, que todo esto es una locura, que poner en riesgo tu vida por salvar tu pierna no tiene ningún sentido. No es racional que valores un puto campeonato de Fórmula Uno por encima de tu salud, porque, sí, yo no creo que pierdas más que el campeonato de este año, porque sé que, incluso sin una pierna, podrías volver a ganar carreras e incluso campeonatos, porque eres fuerte, un luchador, y seguro que encontrarás un modo de conseguir lo que quieres, porque ya lo hiciste una vez y lo lograrías un centenar de veces más si te lo propusieras. Es tu vida, Pedrono tu pierna ni un campeonato. Es tu salud, la misma salud por la que luchas a diario por mantener. ¡¿Qué hay de toda la disciplina que te has impuesto a ti mismo para mantenerte lo más sano posible?! ¿Tirarás todo eso por la borda por conservar tu pierna? Mejor dicho, por intentarlo, porque imagino que, por más que viajes a Alemania, ellos tampoco podrán darte la seguridad de que no deban amputártela al final. ¿Es así, no? ¿No tienes la seguridad, no es cierto? Te conozco, Pedro, a mí no puedes mentirme. —Pedro apartó sus ojos de mí—. No lo hagas, por favor, no viajes; al menos espera aquí, a ver qué dicen los médicos.


—Los médicos de aquí dicen que debo operarme hoy mismo.


Pedro, por favor...


—Ellos no lo comprenden, tampoco tú.


—¿Y ella sí porque te sacará de aquí facilitándote esta locura, este gran riesgo que podría acabar con tu vida?


—Ella comprende todo esto. —Hizo una pausa en la que me miró fijamente con sus hermosos ojos. Tragó con dificultad y luego siguió—. Ella me entiende a mí.


Mónica le sonrió y alzó su mano hasta la pierna de ella para darle un apretón.


—Puede ser que Mónica entienda a Siroco... pero no te entiende a ti, PedroTú eres más que el campeón y de eso ni ella y ni tu padre comprenden nada. Sé muy bien que tu vida no se resume en la Fórmula Uno. Sé que lo que haces es tu vida, tu pasión; también intuyo que tú quieres mucho más que eso para ti, y si sigues con esto te arriesgas a perder eso, y a perder todo lo demás que también podrías tener.


—Es mi decisión, no la tuya.


Instintivamente, los dedos de mi mano derecha fueron hacia el anillo de compromiso en mi mano izquierda.


—De acuerdo. —Mi voz apenas salió de mi interior—. Es tu decisión, es tu vida, esto siempre es sobre ti, tan sobre ti que no te das cuenta de que pierdes a alguien que te ama como nunca amó a nadie, a alguien que hizo a un lado su vida para apoyarte en la tuya.


—Yo he hecho eso —exclamó Mónica.


—Claro —le contesté dejando que de dentro de mí surgiese una risa seca, torpe y dolorida. Volví mi cabeza en dirección a Pedro—. Pues aquí estoy, PedroMírame a la cara, dime que ya no me amas, que quieres que me largue y te deje en paz, y eso haré.


Pedro se quedó mirándome en silencio y, por un instante, creí que comenzaba a arrepentirse de esa locura.


—Viajaré a Alemania —fueron sus palabras; aunque no eran las que le había pedido que tuviese el coraje de decirme, surtieron el mismo efecto.


—Perfecto, campeón. Esto de aquí es lo que haces de tu vida. —Con las manos temblorosas, con lágrimas rodando por mi rostro, tironeé del anillo para quitármelo.


A duras penas mis piernas consiguieron llevarme hasta su cama. Sobre las sábanas, junto a su codo, dejé el anillo de compromiso.


Alcé por última vez la vista a sus ojos azul celeste. Lo único que conseguí ver fue a un muy débil Siroco; ni rastro de mi Pedro.


—Te amo y, de todo corazón, desde el alma, espero que todo salga bien. Cúlpame si quieres, pero yo no me arrepiento de nosotros. Imagino que tú sí, y lo siento. —Pedro no se movió—. Te amo. —Mis lágrimas rebotaron contra él, sin tocarlo. No pude decirle adiós. Mi mirada lo intentó, pero sus ojos ya no hablaban el mismo idioma que los míos. Di media vuelta y salí de allí corriendo, directa hacia los ascensores.


Martin vino tras de mí y me alcanzó justo dentro de la insípida cabina, cuando las puertas comenzaban a cerrarse.


De camino a mi hotel, Martin me dijo que intentaría hacerlo entrar en razón, que me quedase en Suzuka, que no me fuera a ninguna parte; yo ya no podía estar en esa ciudad con él allí; tenía que alejarme, tenía que correr lo más lejos posible para intentar dejar atrás mi dolor.


En cuestión de horas, recogí mis cosas y me largué al aeropuerto a esperar mi avión para Londres. Martin me llevó hasta allí y esperó a que cumpliese con todos los trámites.


Cuando nos despedimos, tuve una extraña sensación de déjà vu de cuando dejé a Lorena en el aeropuerto en Australia. Quizá ese día debí largarme con ella; tal vez, si lo hubiese hecho, en ese instante mi dedo corazón no se sentiría tan vacío ni mi corazón, tan roto y muerto.


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