viernes, 17 de mayo de 2019

CAPITULO 193




Un frío pero muy soleado día de la primera semana de noviembre, mi pastelería abrió sus puertas y el vecindario, que ya nos esperaba ansioso, nos dio la bienvenida llenando sus mesas y arrasando con las existencias.


Recibí elogios por parte de completos desconocidos por mis cupcakes y por mis macaroons, lo que me hizo recordar a Pablo, por mis tartas y por el servicio, incluso por el buen ambiente que flotaba entre las mesas.


Todo salió mucho mejor de lo esperado y, al cabo de unos días, mi vida en la pastelería cobró sentido, y también fuera de ella. La ciudad y el vecindario se hicieron un poco más míos; su gente se tornó más familiar para mí y comencé a sentirme como en casa, intuyendo que regresar allí para abrir mi propio negocio había sido una buena decisión, una decisión de vida, de una vida que echaría raíces allí para crecer.


Días después, un domingo por la tarde, volví a ver a Martin ganar su tercera carrera desde el accidente de Pedro, la carrera en su país, con la que se puso a la par de los puntos de Pedro.


Esa noche lo llamé para felicitarlo y Martin me contó, feliz, que Pedro llevaba dos semanas en Montecarlo, reponiéndose, que su pierna estaba mucho mejor y que su salud era casi la de siempre.


—¿No te alegra oír eso? —me preguntó el carioca.


—Claro, pero he llamado para felicitarte, tal parece que cerrarás tu último año en la Fórmula Uno quedándote con el campeonato. Ojalá pudiese ir a Abu Dabi a verte ganar.


—Ven.


Me carcajeé.


—Ahora tengo un negocio que atender. No puedo irme. —Hice una pausa —. Mis clientes me extrañarían —bromeé.


—Yo también te extraño. Todos te echamos mucho de menos en cada circuito. Sin Pedro y sin ti, esto no es lo mismo.


Los ojos se me llenaron de lágrimas.


—Tan sólo prométeme que ganarás —le pedí.


—No puedo hacer tal cosa.


—El campeonato es tuyo, Martin. Te lo mereces. Será el broche de oro a tu carrera.


—Mi broche de oro sería tener a Pedro aquí. Odio tener que correr la última carrera del campeonato sin él. Ganar sin él a mi lado no es lo mismo. No tiene emoción, no parece real. La categoría sin él no parece real. —Martin hizo una pausa—. He hablado con él esta mañana...


Lo corté en seco.


—Perdona, Martin, pero no quiero hablar de Pedro.


—Es que...


—Seguí adelante con mi vida y él está recuperándose y me imagino que seguirá adelante con la suya, y me parece genial. ¿Por qué no vienes a pasar unos días a Londres después de que termine el campeonato? Una vez me dijiste que no veías la hora en que pudieses dejar de tener que cuidarte para correr... pues serás campeón y bien merecido tendrás poder darte un atracón de dulces. Será mi regalo para ti por el título. Ven y te dejaré comer todo lo que quieras, hasta reventar. Y de paso pasearemos un poco y me ayudarás a elegir un piso, que estoy buscando dónde mudarme, y con mi hermano y Tomas es imposible; ellos dos deliran con los espacios y su presupuesto no es el mismo que el mío. Esos dos son imposibles, necesito a alguien más centrado para que me eche una mano.


—¿Centrado yo?


—Por favor, me encantaría tenerte aquí.


—Ven tú a Abu Dabi —insistió.


—De verdad que no puedo.


Nos quedamos en silencio.


—Duendecillo.


Martin llevaba mucho sin llamarme así, más de un mes, aunque, en ese momento, ese mes me pareciese una eternidad.


—¿Qué?


—¿Todavía lo amas?


—Martin, por favor.


—Si no contestas sabré que así es.


—Así es. ¿Y qué más da si lo amo? Pedro no es Pedro, es Siroco.


—No, no es solamente eso.


—Pues parece empecinado en negarse a ser nada más.


—No puedo creer que lo que había entre vosotros haya terminado así sin más. Iba a ser su padrino de boda, el padrino de tu primogénito.


Reí suavemente, más por tristeza que por otra cosa. Yo también había soñado con aquello, con que Martin y aquella vida de Pedro se hiciese también mía, con que de los circuitos hiciésemos una familia, una historia que le contaríamos a nuestros nietos, una experiencia que se iría con nosotros a donde fuese que se va la vida cuando se acaba aquí.


Pedro jamás será feliz sin ti —afirmó Martin.


Y yo no sería igual de feliz sin él, pero, de todas formas, así eran las cosas, Pedro había hecho su elección y a mí no me quedó más remedio que elegir seguir adelante.


—Se terminó, Martin. En más de un mes ha tenido sobradas ocasiones para llamarme y no lo ha hecho; lo nuestro se acabó en Suzuka o quizá antes; es más, tal vez jamás existió en realidad. Fue un hermoso sueño que acompañó mi paso por la Fórmula Uno.


—No digas eso.


—Es la verdad. Fue él quien me echó de su vida y, a pesar de que en cientos de ocasiones me han entrado ganas de llamarlo, he preferido abstenerme antes que volver a darle la oportunidad de apartarme de su vida otra vez. Pedro no me necesita, Martin. Además, tiene a Mónica.


—No es lo mismo.


—No, claro que no; a sus ojos ella encaja mucho mejor en su vida de lo que yo podría hacerlo jamás y, si eso está bien para él, pues deberá estar bien para mí. Me alegra saber que se recupera, en serio, eso me tranquiliza; sin embargo, no puedo hacer nada más por él. Pedro tiene su vida y yo tengo la mía ahora.


—No, Duendecillo, no digas eso.


—Es tal cual, Martin; no pierdas las esperanzas, si quieres te prometo que, si un día tengo hijos, tú serás el padrino de uno.


—Yo quiero ser el padrino de uno de tus hijos con el idiota, cabeza dura e infeliz de mi mejor amigo.


—Lo siento, Martin.


Éste soltó un suspiro.


—Sé que todavía lo amas mucho, igual o incluso más que antes.


—Eso no cambia nada. —A pesar de todo lo sucedido pesando sobre mi espalda, extrañaba a Pedro cada segundo de cada día. Él me hacía falta más que ninguna otra cosa que yo hubiese perdido antes e incluso, el pensar en querer a alguien más, me parecía absolutamente imposible. Quizá algún día volvería a enamorarme, pero no para amar como lo había amado a él, porque ese viento y esa tormenta de azúcar habían sido un evento climático que no volvería a repetirse jamás.


—No podéis... vosotros dos estáis hechos el uno para el otro.


—Ok, Martin. Ya está, ¿de acuerdo? Te he llamado para felicitarte y para decirte que quiero verte ganar el campeonato, porque ya he comprado una increíble botella de champagne para celebrarlo.


—Mientes.


—No, la compré ayer, te lo juro; tengo todas mis fichas apostadas por ti. — Era cierto; la vi y pensé en él y en lo mucho que se merecía irse de la categoría por la puerta grande, porque no sólo era un excelente piloto, sino también un estupendo amigo y un magnífico ser humano; le hice saber lo que pensaba.


—Harás que me ruborice —soltó después de que se lo dijera.


—Anda, prométeme que ganarás y que luego vendrás a festejarlo aquí conmigo.


¡Tantas veces había soñado con lo que Pedro y yo haríamos para celebrar su sexto campeonato!


Mis ojos se llenaron de lágrimas y mi garganta, de todas éstas, pero no las quise derramar. Eso era lo que me causaba pensar en él; por eso, por todos los medios me esforzaba en evitar, incluso, oír su nombre.


—Está bien, Duendecillo, veré qué puedo hacer.


—Lo que puedes hacer es prometerme que te tendré aquí los primeros días de diciembre. ¿Qué me dices, tenemos un trato?


—Bien, allí estaré.


—Te tomo la palabra.


Nos quedamos en silencio otra vez.


—Tengo que irme.


—Sí, claro; anda, ve a celebrar tu triunfo.


—Nos vemos pronto, Duendecillo.


—Más te vale.


Terminamos de despedirnos y, cuando la línea quedó en silencio, ya no le encontré sentido a contener las lágrimas y las dejé correr, porque cada mañana, tal como me sucedería al día siguiente cuando abriese los ojos en mi cama, tal como me había sucedido esa misma mañana al amanecer, recordaba sus palabras... Yo ya no estaba en su cama para él al amanecer, ni él en la mía, y eso me dolía horrores.


Tanto extrañaba su mirada, su perfume, su mal humor, su tenacidad, sus sonrisas, la pasión con la que llevaba adelante cada cosa en su vida...


Me llegó la voz de Lila llamándome y, para no reavivar aún más el dolor, me limpié las lágrimas del rostro y acudí a su encuentro.




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