viernes, 17 de mayo de 2019

CAPITULO 194




—Cuando menos te lo esperes, tendremos la Navidad encima.


—Étienne, aún falta más de un mes para la Navidad. No me pongas nerviosa. —Coloqué la bandeja con los macaroons recién salidos del horno sobre la encimera de mármol—. En estos días me ocuparé de la decoración, he estado viendo algunas cosas.


—¿No te gusta la Navidad?


Por encima de mi hombro enfundado en la chaqueta blanca de chef, le lancé una mirada a Étienne, un joven pastelero francés que se había convertido en mi mano derecha desde pocos días después de abrir la cafetería-pastelería, cuando él, casi por casualidad, pasó por allí, entró a tomar un café con algo rico, una cosa llevó a la otra, nos pusimos a charlar, él me contó que buscaba trabajo y yo necesitaba a alguien que me ayudase con el trabajo. Étienne tenía experiencia de sobra; había pasado por las manos de los mismos maestros que me enseñaron a mí y, además, había tenido oportunidad de trabajar en grandes pastelerías de Francia, pero estaba buscando algo distinto, una forma innovadora de trabajar, poder disfrutar de su pasión y sin sentirse ahogado por su carrera, y me comentó que tenía la impresión de que podía hallar eso conmigo. Así fue cómo él se convirtió en una gran ayuda, en quien confiaba con los ojos cerrados.


Étienne no tenía familia en Londres, solamente unos pocos amigos, pero mi hermano y yo lo adoptamos y él pasó a formar parte de nuestro pequeño clan, un amigo que había sabido escuchar mi historia con Pedro, y que estaba allí para apoyarme cuando me atacaba la tristeza.


En ese momento estaba allí para que me entraran ganas de disfrutar de la Navidad, lo cual no afloraba en mí de forma natural, pese a que mis padres y mis otros hermanos tenían planeado venir a la ciudad para pasar las fiestas con nosotros.


—Necesitamos un árbol de Navidad para casa también.


Resoplé.


—Por favor, Étienne, ni siquiera tengo cama. No tengo ni tiempo para salir a comprar muebles, y tú quieres que vaya a por un árbol que decorar.


—Ayer hablé con Tomas y me dijo que organizaría algo para que todos vayamos de compras. No puedes recibir a tus padres en Navidad sin un árbol. Tenemos que poner un árbol aquí y otro en casa, y eso no es discutible. Alojaremos a tus hermanos, necesitamos un árbol.


—Tobías y Tomas tendrán uno en su casa y las celebraciones se harán allí. Con eso es suficiente.


—No permitiré que te pongas en plan aguafiestas.


—No soy aguafiestas, es que...


—Es que nada —soltó Étienne, interrumpiéndome—. Conseguiremos uno de esos árboles gigantescos e iremos a por adornos, y tú prepararás pan dulce y esas galletas que me prometiste y de las cuales no quieres pasarme la receta.


—Cuando quieres, eres insoportable, ¿lo sabías? —entoné intentando hacerme la graciosa; lo único que logré fue recordar a Pedro; él también podía ser insoportable del modo más dulce.


—Sí y, aun así, me quieres. No te lo dejaré pasar; iremos a por adornos navideños para el local y para la casa; necesitamos darle un ambiente festivo.


—Para las fiestas todavía falta mucho —insistí yo, bajando la tristeza que causaban los recuerdos con mucha saliva.


Étienne cogió una bandeja con los panes de plátano y canela que estaban listos para colocar en el exhibidor.


—Anda, lárgate de aquí y lleva esto delante, que tengo mucho trabajo que hacer.


—¡Oye! —me quejé falsamente—. Pero ¿quién es la jefa aquí?


—Tú; por eso, ve a gritarle a los camareros o algo por el estilo —me dijo revoleando las manos en un gesto muy suyo, para luego darme la espalda y alejarse en dirección a las neveras.


Sus salidas siempre me hacían reír y esa vez, pese a que no estaba del mejor ánimo, sonreí también.


Todavía no tenía muy claro por qué esa mañana había amanecido tan triste; quizá fuese porque en poco más de una semana se realizaría el último gran premio de la temporada de la Fórmula Uno y se suponía que, esos días, todo debería haber sido muy distinto. Debería encontrarme junto a Pedro; estaríamos preparándonos para viajar a Abu Dabi, pensando en cómo celebraríamos su sexto campeonato e incluso podríamos estar pensando en la boda o planificando una luna de miel para el final del campeonato... porque, si el accidente no hubiese ocurrido, quizá ya seríamos marido y mujer.


Quizá no, quizá tarde o temprano lo nuestro hubiese terminado porque estaba destinado a no funcionar. No tenía ni idea de si era así o no, lo que sí sabía era que me dolía no estar con él, no tenerlo conmigo, continuar amándolo en la distancia.


Aferré un poco mejor la gran bandeja de panes para que no se me cayese al suelo de camino al salón de mi pastelería y cafetería, y alcé la cabeza irguiendo la espalda en pos de intentar recuperar la compostura.


Tampoco era tan malo que Martin ganase el campeonato; de hecho, me sentía inmensamente feliz por él y contaba con que, antes de regresar a Brasil después de la carrera, pasaría unos días por allí.


Con la espalda, empujé la puerta de salida de la cocina y entré a la parte posterior de los mostradores. Era viernes por la tarde después de la salida del trabajo, hora normal de ir al pub; sin embargo, en ese vecindario, desde que habíamos abierto, parecía que más que nada ésa era la hora de ir al café a despedir la semana y recibir los días festivos.


En el salón no quedaban mesas libres y había cola detrás de la caja para comprar bebidas o pedir bocadillos.


Al día ya no le quedaba mucha luz, pero nosotros continuaríamos trabajando fuerte porque las mañanas de sábado solían ser muy movidas.


—Te ayudo con eso —se ofreció uno de los camareros al pasar a mi lado del mostrador para recoger algo de los exhibidores.


—No, está bien, yo puedo, Isaias; sigue con lo tuyo, que hay mucho trabajo.


Isaias me sonrió.


—Por Dios, qué bien huelen. Amo esta receta tuya, son mi perdición. Tengo que recordar llevarme unos mañana, porque, si voy a casa de mi madre sin un par de éstos, me asesinará; los adora.


Me reí.


—Claro, le prepararemos una buena caja. De mi parte para ella.


—No, nada de eso...


—Silencio, Isaias. Más tarde te prepararé una caja, así ya quedan reservados para ella.


—Gracias, Pau. Se pondrá feliz. —Isaias me sonrió y cogió del exhibidor dos porciones de pound cake de limón con arándanos, una de las especialidades del día, al igual que el pan de plátano y canela.


Además, ese día teníamos en el menú cupcakes de dulce de leche, que eran la especialidad de la casa, los clásicos brownies y nuestra opción vegana de la jornada: una tarta exquisita, pese a estar elaborada toda ella con cosas naturales; si hasta a mi hermano, que pasaba del veganismo, esa tarta lo perdía; por supuesto, la vez que se la di a probar, no le dije de qué estaba hecha para no condicionarlo.


Los macaroons nunca faltaban y, curiosamente, cada vez que los hacía o veía uno, pensaba en Pablo y su obsesión por éstos, y por consiguiente, recordaba la Fórmula Uno.


La máquina de café comenzó a resoplar detrás de mí.


—¿Quieres que te prepare algo? —me ofreció la camarera del bar—. Puedo hacerte una buena taza de té en un momento —me propuso para tentarme, mientras llenaba un vaso de café.


—Eso estaría muy bien, creo que me sentará genial.


—¿El de siempre?


—Sí; gracias, Graciela.


—De nada, chef. En seguida te la preparo.


Mientras Graciela se apartaba para entregar el pedido, me dediqué a empaquetar una tarta que un cliente había encargado para un cumpleaños.


Igual que yo, todos allí estaban en movimiento.


Por el rabillo del ojo, vi que se vaciaba una mesa y la cola, poco a poco, se acortaba.


Entregué la tarta y me puse a acomodar las bandejas dentro de los exhibidores para hacer espacio a todo lo que estaba en la cocina, listo para el día siguiente.



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