sábado, 13 de abril de 2019
CAPITULO 82
—¡Siroco, Siroco, Siroco! ¡El campeón se queda con la pole position! Allí lo tienen, señoras y señores, el campeón, Pedro Alfonso, el piloto catalán de veintiséis años se queda con el primer puesto de la parrilla de salida del Gran Premio de España aquí en el circuito de Cataluña, por tercer año consecutivo.
Emoción al rojo vivo para la carrera de mañana, con el excampeón Martin da Silva saliendo en el tercer puesto, tras Haruki Sasaki, el otro piloto de Bravío.
Mientras Pedro daba la vuelta para regresar a boxes, mostraron el interior de ese sector; allí estaban el padre de Pedro, David y los mecánicos celebrándolo. En el pit wall, Toto y Pablo intercambiaban un apretón de manos.
La transmisión volvió a concentrarse en el box; enfocaron a Helena, a un par de artistas de cine españoles, que eran invitados del equipo, y fue entonces cuando reparé en una ausencia que hasta ese momento, en todo lo que iba de la transmisión de las pruebas de clasificación, no había notado: Mónica no estaba en el box.
En silencio, le dije a mi cerebro que no se hiciese demasiadas ilusiones; ella no debía de rondar muy lejos de allí; no era tan extraño que Mónica no estuviese en el box. La imaginé por los alrededores, esperando la llegada de Pedro para felicitarlo con un buen beso, uno del mismo tipo que me apetecía a mí darle desde que me había enterado de que había amenazado con irse del equipo si me echaban. Bueno, primero tenía ganas de darle una buena bofetada, y después lo besaría.
Inspiré hondo y solté el aire prácticamente desinflándome; es que la realidad me dirigía a un futuro en el que las bofetadas y los besos entre nosotros no parecían ni remotamente probables.
Suri pasó por mi lado, cortando mi ensoñación, mejor dicho, mi derroche de estupidez, haciéndome caer en la cuenta de que tenía demasiadas cosas que hacer como para continuar perdiendo el tiempo.
—¿Te echo una mano con la tarta? —se ofreció Suri, despegando las cintas que sostenían una de sus mortales cuchillas japonesas dentro del estuche.
—No, voy bien, no te preocupes. —Al decir eso, giré sobre mis pies para ir en busca de los huevos que necesitaba para la salsa inglesa que sería parte de la mousse de chocolate blanco con la que planeaba rellenar el bizcocho.
Mousse de chocolate blanco y frutas frescas.
Pensaba preparar lo que me pareció más apropiado para esa época del año, porque de los gustos de Pedro no tenía ni idea y, de preguntarle, mejor ni hablar. Desde la noche anterior hasta ese instante, me daba la sensación de que había pasado una eternidad, una demasiado palpable; el mundo no era el mismo, nada era igual y, al mismo tiempo, al menos a simple vista, nada había cambiado.
De refilón, vi a Pedro bajando de su automóvil.
Entre los periodistas que rondaban por allí, estaba ella.
Aparté la vista y me puse manos a la obra.
El comentarista no paraba de parlotear. Suri me preguntó si me molestaba si apagaba el monitor y le dije que no; prefería no tener que continuar viéndolo, necesitaba concentrarme en el trabajo o estaríamos allí hasta la madrugada.
Ignorar, al menos por el momento, que el mundo allí afuera existía, resultaba un bálsamo muy bienvenido.
Nunca fui de ese tipo de personas que busca escapar de la realidad; sin embargo, en ese instante, ocuparme de lo que amaba hacer, poniendo toda mi mente y mi corazón en ello, disfrutando de mi trabajo como de muy pocas otras cosas disfrutaba en la vida, me resultó un alivio.
Ocupados hasta el punto de no tener tiempo de pensar en ninguna otra cosa, se nos pasaron las horas y, cuando me quise dar cuenta, la tarde comenzaba a caer. Al poner un pie fuera de la cocina para ir hasta la entrada de proveedores en busca de unos quesos y unas verduras frescas que necesitábamos para los aperitivos del día siguiente, vi que las primeras estrellas despuntaban en el cielo sobre el circuito.
Uno de los chicos que ayudaba como camarero ese fin de semana me acompañaba para cargar las cosas de regreso a la cocina. Esperábamos poder hacernos con un carrito eléctrico, pero todo el mundo parecía demasiado atareado a pesar de la hora y, cuando le pedimos a Érica que nos concediese el uso de uno de los carros del equipo, nos ladró un despiadado «están todos en uso» y ya no pudimos desengancharla más de su walkie-talkie.
A lo lejos, oí los sonidos provenientes de los boxes. Los mecánicos estaban todavía allí trabajando, preparándose para la gran carrera final del día siguiente. Todos contaban con que los automóviles funcionasen a la perfección; el rumor que corría decía que Pedro no podía ni debía perder, ésa era su carrera de casa y tanto Pedro como Bravío necesitaban la foto en lo más alto del podio; si incluso se había planificado una fiesta para el domingo por la noche, antes de saberse el resultado; por supuesto nadie quería caras largas de derrota en dicha fiesta y la derrota era no llegar el primero, como opinaba Pedro.
Mis ojos se desviaron solos por la calle en la que estaba ubicada la autocaravana de Pedro; ni rastro de él; hasta lo que yo sabía, él, Haruki, Helena y los mecánicos cenarían todos en el circuito. O al menos eso decía la información que nos había pasado Érica esa tarde a través de una de sus ayudantes.
Con Artur, seguimos de largo en dirección a la entrada de proveedores.
Había estado tan ensimismada en el trabajo que hasta ese momento ni se me había pasado por la cabeza pedirle a ese chico catalán que me sirviera de traductor.
—Artur...
—¿Sí? —preguntó alzando la vista de la pantalla de su móvil; estaba comprobando su Instagram, más precisamente la cantidad de «like» en un selfie que se había sacado frente a uno de los camiones de Bravío.
—¿Sabes que significa petitona meva? Es catalán, ¿no es así?
Artur rio.
—¿Quién te llama así? —Guardó el móvil en el bolsillo trasero de sus pantalones—. Y sí, sí es catalán. —Volvió a reír.
—¿Cómo sabes que...?
—Es que te pega mucho. ¿Es a ti a quien se lo dicen, no? No fotis! — exclamó con una amplia sonrisa en los labios—, ¿te ha salido un novio
catalán?
Di un respingo.
—¡¿Qué?, ¿qué dices?! No, nada de eso. ¿Sabes que quiere decir, sí o no?
—Es «pequeñina mía», «chiquitita mía». Es algo cariñoso, imagino, porque, si no, el «mía» estaría de más. El único catalán que conozco que deambula por aquí es...
—¿Estás seguro de que significa eso? —solté interrumpiéndolo para evitar que entonase el nombre de Pedro.
—¿Soy catalán o qué?
—Ok. Solamente preguntaba.
—Sí, significa eso —me guiñó un ojo—, petitona meva.
—Sí repites esto en público, haré que te arrepientas.
Artur se carcajeó una vez más.
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