sábado, 13 de abril de 2019

CAPITULO 83




Seguimos nuestro trayecto, si bien a mí, en realidad, me entraron ganas de soltar el carro, dar media vuelta y buscar a Pedro así debiese ir hasta el quinto infierno, para que me aclarase qué era lo que le sucedía conmigo.


Media hora más tarde, después de discutir con el proveedor porque pretendía dejarme unas verduras que parecían recolectadas quince días atrás, emprendimos el regreso a la cocina bajo las luces de los reflectores que iluminaban el circuito y los alrededores. Así como había caído la noche, también el silencio. El constante bramido de los motores al ser probados había sido reemplazado por el leve susurro de trabajos más finos, de esos retoques delicados y milimétricos que hacían de la Fórmula Uno la máxima categoría.


—¿Irás a la fiesta de mañana? Nos han invitado a nosotros también —dijo refiriéndose al resto de los camareros y el personal que nos ayudaba durante ese fin de semana.


—No lo sé.


—No entiendo cómo puedes siquiera pensar en perderte esa celebración. Dicen que será grande; es que, además, es una fiesta de cumpleaños para el campeón.


—Sí, lo sé —le contesté, sintiendo un deje de amargura en el estómago. Vi que estábamos a punto de llegar a la calle de su autocaravana. No sería ni remotamente una buena idea presentarme en esa fiesta después de lo sucedido el día anterior; es más, mis tripas se hacían un nudo ante la idea de pensar en la hora de presentarle su pastel de cumpleaños; sabía que él no probaría bocado y un desprecio suyo más se me antojaba insoportable.


—Te envidio. Debe de ser increíble poder viajar por el mundo con la categoría. Todavía apenas si puedo creer que esté aquí ahora. Gracias por presentarme a Martin, ese tipo es un ídolo.


El día anterior por la tarde nos habíamos cruzado con el brasileño y sabía que Artur quería sacarse una foto con él. Ése fue el único momento en todo lo que llevaba del fin de semana en el que tuve la oportunidad de cruzar unas pocas palabras con Martin; ese gran premio estaba siendo mucho más ajetreado de lo normal y no iba a terminar al día siguiente, sino que se alargaría un par de días más, porque, al igual que otros equipos de la categoría, Bravío tenía planeado quedarse allí haciendo pruebas antes de la carrera en Mónaco.


Giré la cabeza y volví a echar un vistazo en dirección a su autocaravana. La puerta estaba entreabierta y la calle, desierta.


Me detuve y, como tirábamos del carro entre los dos, obligué a Artur a hacer lo mismo.


—¿Qué? —preguntó asomándose por delante de mí para echar un vistazo hacia nuestra izquierda.


—¿Te importa seguir sin mí? Dile a Suri que en un momento estoy con él. —Ya casi habíamos llegado y Artur, con su tamaño y músculos, no tendría problemas para llevar el carro solo hasta la cocina.


—¿Sucede algo?


—Tan sólo quiero ver una cosa.


—¿Una cosa? —inquirió con una ceja en alto y una sonrisa ladeada en sus labios—. Cómo si no supiese que allí están las casas rodantes de los pilotos.


—Artur, cierra la boca y llévale esto a Suri.


—¡Qué carácter, jefa! —soltó riendo—. Como ordenes. Le diré a Suri que tuviste que hacer un pit stop.


De no haber visto la puerta abierta, habría seguido mi camino. Sí, necesitaba hablar con Pedro, pero en realidad esa puerta así me daba mala espina y eso gritaba más fuerte que mi necesidad de mantener una conversación seria con él.


Artur se alejó riendo. Oí que murmuraba en catalán, pero no entendí ni una palabra de lo que dijo.


Miré otra vez en dirección a la autocaravana y comencé a andar hacia ésta.


La de Pedro estaba por la mitad de la fila, entre los camiones de carga de equipos y otras oficinas del mismo.


Me extrañó mucho no ver a nadie por allí. La calle estaba sospechosamente vacía.


Se me puso la piel de gallina y comencé a preocuparme. Apresuré el paso.


Casi llegando a la autocaravana me pareció oír una voz que sonaba un tanto opaca. Mis propios pasos me parecieron demasiado lentos y torpes, o quizá fuesen los camiones que, por una maldita magia, se multiplicaban, ampliando la distancia entre la autocaravana de Pedro y yo.


La voz sonó más fuerte. ¿Era Pedro?


Mi corazón se disparó de urgencia. ¿Pedía ayuda?


Me eché a correr mientras tironeaba del gancho que mantenía mi walkietalkie prendido al cinturón de mis pantalones. Las manos me temblaban tanto que no podía soltarlo. ¡Tenía que llamar a una ambulancia, pedir ayuda!


—¡Pedro! —grité con todas mis fuerzas llegando al comienzo de la pared negra reluciente de su autocaravana con el nombre de Bravío en grandes letras color violeta y el suyo en plateadas—. ¡¿Pedro?!


—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Estoy atrapado aquí! ¡Ayuda!


Su voz sonó distorsionada, extraña, como si tuviese algo dentro de la boca.


—¡Mierda, Pedro! —jadeé desesperada. 


Conseguí soltar el walkie-talkie de mi cinturón y, de los nervios, mis palmas se me habían puesto tan pegajosas que no conseguía apretar el botón para llamar a Suri.


Salté los escalones y tiré de la puerta.


—¡Voy a matarlos a todos por esto! —le oí gritar. 


O al menos me pareció que fue eso lo que dijo.


—¡¿Pedro?! —chillé. ¿Matarlos a todos? ¿De qué hablaba?


Salté dentro de casa rodante, que estaba a oscuras.


—¡¿Pedro?!


—¡Paula!


—¿Pedro? —Busqué la tecla de la luz. El walkie-talkie se me cayó. Pedro no estaba en la sala de estar.


—¡Los mataré, juro que los mataré! —bramó una vez más.


Sin duda estaba en la habitación.


¿Atrapado? Si la puerta estaba abierta.


La habitación también estaba a oscuras.


En un par de pasos dejé atrás el salón y entré en el pasillo.


—¿Pedro?


Al lado de la puerta de la habitación, busqué el interruptor de la luz. Di con éste y lo pulsé.


La luz bañó el lugar. Giré la cabeza y lo vi, y por poco me meo encima de la risa que me entró. Pedro estaba sobre la cama en ropa interior, con calcetines y guantes, y una mordaza hecha con un pañuelo de Bravío en la boca. Los detalles remarcables, además de que estaba a la vista su cuerpo magníficamente esculpido, eran que le habían pintado el cabello de violeta y lo habían atado de pies y manos; mejor dicho: encintado de pies y manos, los tobillos sobre los calcetines para evitar que la cinta le diese alergia como la vez anterior, y las muñecas sobre los guantes que usaba para correr. Le habían pasado las manos por debajo de las rodillas, supuse que para que le fuese más difícil levantarse de la cama. Por eso todavía estaba sentado allí, esperando a que alguien fuese a socorrerlo, a liberarlo de la situación en la que estaba atrapado, y de la cual jamás podría salir solo; Pedro necesitaba ayuda de alguien, sí o sí, para salir de ese embrollo.






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