domingo, 14 de abril de 2019
CAPITULO 86
Y con semejante frase, no pude hacer otra cosa que comérmelo a besos, sentir que el corazón me estallaría de felicidad, que el universo entero se metía dentro de mí para hacerme sentir inmensa, llena, sin límites y completamente libre, así de libre como se sentía él entonces, a pesar de tener manos y pies sujetos con vueltas y vueltas de cinta adhesiva gris.
—Bueno. —Me aparté de él. Noté que su piel se había puesto demasiado fría, incluso la de su rostro—. Mejor sí te suelto.
Pedro se apartó un poco de mí.
—Sí, mejor. —Contorsionándose un poco, puso a mi disposición sus muñecas.
Intenté dar con el extremo de la cinta, pero ésta estaba toda cortada. Habían pegado un tramo sobre otro.
—¿No tendrás unas tijeras por ahí? La cinta está demasiado enganchada y tardaré demasiado en soltarte así.
—En el cajón de en medio, debajo de la encimera, allí. —Apuntó con la cabeza hacia el otro ambiente de la autocaravana.
—¿Estás bien? —le pregunté, porque me dio la impresión de que se había puesto pálido.
—Sí, sólo necesito vestirme. Llevo demasiado tiempo así.
—Sí, claro. —De un salto, me levanté de la cama y corrí a por las tijeras.
Allí estaban, en el cajón de en medio, tal como me había dicho.
Al regresar a la habitación, me pareció ver que tenía la frente empapada en sudor.
Me abalancé sobre la cama.
—¿Seguro que estás bien?
—Sólo suéltame, por favor. —Me tendió las manos por debajo de sus rodillas otra vez.
Corté las cintas con las tijeras y lo ayudé a aflojarlas de alrededor de los guantes para que pudiese quitárselos.
Pedro acabó arrancándoselos de malos modos.
No tenía buen aspecto, y no solamente por sus ademanes, sino por la mueca en su rostro; tenía el entrecejo fruncido y la frente tensa. Su mirada se había endurecido.
Me dispuse a encargarme de las cintas de sus tobillos.
Mientras yo peleaba por cortar la infinidad de capas de gruesa cinta adhesiva, Pedro recogió, de un lado de la cama, una camiseta de Bravío que los chicos debieron de haberle arrancado para dejarlo así. Se la puso en un parpadeo.
Tras un par de tirones, despegué las cintas de sus calcetines; es que su prisa se hizo mía. Ese estado suyo me puso nerviosa, porque no tenía idea de si le sucedía algo más o bien simplemente estaba molesto por la broma. ¿O quizá arrepentido por lo que acababa de suceder entre nosotros dos?
Abandoné las tijeras a un lado.
—¿Me ayudas a encontrar el resto de mi ropa?
Su solicitud me extrañó. Su ropa estaba en el suelo; un fino suéter del equipo sobre las almohadas.
—Pedro...
—Sólo ayúdame a vestirme. No me encuentro bien.
—Pero qué... —Me interrumpí al ver que empezaba a temblar.
—No es nada. Sólo necesito vestirme. Son los nervios, eso es todo.
Recogí del suelo sus pantalones y se los tendí.
Las manos le temblaban, de modo que lo ayudé a meter los pies por las perneras.
—Será mejor que llame a alguien —le dije asustada, rebuscando mi walkie-talkie entre mis piernas y las sábanas que cubrían la cama.
—No, por favor, no. —La voz le tembló—. No pasa nada. Estaré bien dentro de un momento.
—Pero...
—Dame el suéter.
Me arrojé sobre el suéter y regresé a Pedro para pasárselo por la cabeza.
Entre los dos metimos sus brazos en las mangas.
—¿Podrías traerme una botella de una bebida roja que hay en la nevera, allí? —Otra vez apuntó con la cabeza hacia el otro sector.
—Sí, claro —contesté dejando ya la cama.
Al salir del cuarto, vi de refilón que Pedro retrocedía un poco por la cama para tirar de la colcha. Se envolvió en ésta.
Había detectado lo que imaginé que era una pequeña nevera, tipo minibar de hotel, a un lado del cajón de donde extraje las tijeras.
La pequeña nevera estaba bien surtida, con un montón de botellas de bebida y fruta, unos sobres de gel de esos que consumen los deportistas para reponer energías y... sobre la puerta del minibar, debajo de una tapa de acrílico transparente, un montón de cajas de medicamentos y frascos con pastillas y
jeringas y... Mi cerebro no fue capaz de reconocer ni las letras que componían los nombres de los medicamentos, porque, entre la sorpresa y que Pedro me llamó entonando mi nombre con un hilo de voz, no conseguí más que coger una de las botellas, cerrar de un portazo la nevera y correr de regreso a él.
Salté sobre la cama y, por ésta, corrí hasta él.
Temblaba.
No necesité que me pidiese que la abriese por él.
—Llamaré a alguien ahora mismo. Necesitas un médico ya.
—No —rezongó.
Hizo un gesto y comprendí que me pedía la botella. Acerqué la boca de la misma a sus labios. Bebió y un poco de líquido corrió por su mentón.
Lo limpié con ambas manos.
—No es necesario, me conozco —musitó después de beber un poco más.
—Esto me asusta.
—Perdóname.
—No me pidas perdón. Dime qué sucede. Para qué son todos esos medicamentos que hay...
—Ahora no —soltó, interrumpiéndome para beber un poco más.
—Pedro, por favor.
—No pasa nada, tranquila. Te juro que me pondré bien. —Una de sus manos salió de debajo de la colcha para coger la botella.
—No puedo quedarme tranquila contigo así. Te amo, quiero cuidar de ti, quiero saber qué sucede, quiero que confíes en mí.
—Sólo abrázame.
—Pedro, no...
—Abrázame. Estaré mejor en unos minutos.
—No soy un doctor y tú necesitas un maldito doctor, y mis abrazos no curan. ¿Necesitas algo de todo lo que hay en la nevera? ¿Qué te traigo?, ¿qué tienes que tomar?
—No quiero que vuelvas a abrir esa puta nevera y te digo que voy a estar bien —Tragó un poco más de líquido—. Estoy mejor.
Era cierto, las manos ya no le temblaban, pero yo todavía estaba demasiado asustada; sentía que el corazón había trepado por mi garganta y que no conseguía bajar porque mi estómago estaba tan revuelto que todo dentro de mi torso había cambiado de lugar.
—¿Pedro?
Los dos reconocimos la voz de David y dimos un respingo sobre el colchón.
—Pedro, ¿qué...? —Su representante apareció bajo el umbral y su cara de preocupación fue patente al instante—. ¡Mierda!
Sintiendo como si estuviese haciendo algo indebido, solté a Pedro.
David se abalanzó sobre nosotros mientras sacaba el móvil del bolsillo trasero de sus pantalones.
—No, no —jadeó Pedro al tiempo que David llamaba a alguien.
—Estoy con Pedro, necesitamos a alguien aquí y ahora. —Le contestaron algo desde el otro lado de la línea y David colgó. Acto seguido, marcó un número más—. Alberto, soy David, es Pedro. Estamos en su autocaravana, ¿podrías venir? Ya he llamado al servicio médico.
—Mierda, David, ¡no llames a mi padre! —La voz de Pedro tembló, porque todo su cuerpo lo hacía de nuevo. Sin querer, derramó la bebida por encima del suéter y la colcha.
—¿Qué ha pasado? —demandó David mientras se guardaba otra vez el móvil en la cintura de los pantalones.
—Los muchachos... —comenzó a explicar Pedro. Una vez más, no llegó a nada porque no podía controlar su cuerpo o, al menos, a mí me dio esa impresión.
—Los chicos le gastaron una broma, cuando llegué... lo habían desvestido y maniatado —aclaré. David me miró con odio, igual que si hubiese sido yo la responsable de lo sucedido, sobre todo la responsable del mal estado actual de Pedro.
—¡¿Que qué?! —estalló David, poniéndose como una furia—. ¡Malditos idiotas! Son unos irresponsables. ¡¿En qué demonios pensaban?!
—David, no...
—Por favor, déjanos solos —bramó David en mi dirección.
—No, ella... no...
—Vete —insistió éste.
—¡Usted no...! —empecé a replicar, poniéndome yo también como una furia; no llegué a nada porque Pedro giró la cabeza en mi dirección.
—Será mejor que te vayas —me pidió con la voz muy débil.
En realidad no necesitaba más que la mirada que me lanzó para hacerme entender que no me quería allí.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Porque dejas ahiiiiiiiii!!!!! Esto es inhumano una tortura como voya esperar hasta mañana ahora 😩😩😩 muy buena la novela me encanta
ResponderEliminarAyyyyyyyyyyyyyy, qué buenos caps, al fin se sinceraron !!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarNo puedo creer lo atrapada que me tiene!! Al fin se dijeron todo!
ResponderEliminar