miércoles, 17 de abril de 2019

CAPITULO 94




Empujando a un par de presentes, camuflando sus no muy corteses codazos con saludos y sonrisas, Érica me llevó con ella hasta estar frente a la valla. Al vernos llegar, al verme a mí, creo (bueno, es que las sonrisas y mi nombre entonado en un modo bastante particular no me dejaron muchas dudas), los mecánicos nos hicieron espacio para dejarnos pasar hacia delante.


Dos de los chicos me hicieron trepar a la valla para quedar más alta. Se quedaron escoltándome, mientras Érica se detenía detrás de mí. Por delante de nosotros estaban unos soportes con carteles, delante de los cuales estacionarían Pedro, Haruki y Martin, primer, segundo y tercer clasificados en la carrera. Más allá, la entrada al pesaje y, por encima, el podio, engalanado con flores y una cuadrícula formada por cuadros negros y otros con el logotipo de una marca de neumáticos, todo rodeado por un arco blanco con las firmas de los pilotos ganadores de ese gran premio a lo largo de la historia de la categoría.


Por poco se me escapa el corazón de la boca cuando todo mi ser se llenó de ese sonido ensordecedor capaz de encender en una milésima de segundo toda la adrenalina en mí.


Un parpadeo y el coche negro, blanco, plateado y violeta de Pedro apareció delante de mis narices.


Su casco, sus guantes negros alrededor del volante.


A su derecha se detuvo Haruki; por detrás, el automóvil de Martin.


El director del gran premio y Toto llegaron al automóvil de Pedro, quien ya comenzaba a soltarse de su vehículo, liberando primero las protecciones sobre sus hombros, las cuales pasó por encima de la cabeza. Toto le sacó la pieza de las manos. Pedro quitó el volante y desenganchó el cable que llevaba sujeto al casco. Colocándose de lado para poder salir por la angosta abertura, se levantó.


Yo no podía más de los nervios. Las palmas me sudaban. ¿Y si volvía a hacerme un desplante? 


Apreté los dientes.


Pedro se sacó los guantes y tironeó de los ganchos de la protección de su cuello para desprenderse de ésta; de otro movimiento brusco, se la arrancó. El casco...


Mi pulso se aceleró y, al mismo tiempo, mi corazón amenazó con detenerse.


Pedro quedó de espaldas a mí al quitarse el casco. Al hacerlo, arrastró un poco la capucha ignífuga.


Sin demasiado cuidado, metió los guantes en el casco, se lo tendió todo a Toto y, con sus bonitas manos de piel clara y dedos largos, desde su nuca hacia delante, arrastró la capucha para dejar al descubierto su cabello rubio, completamente empapado en sudor.


Toto se apartó metiendo él, dentro del casco, la capucha ignífuga.


Ante la ovación del público, Pedro saltó sobre una de las cubiertas del automóvil y, con el puño en alto, festejó su primer lugar en el gran premio de su hogar.


Los mecánicos que me rodeaban gritaron, aplaudieron, silbaron y entonaron el nombre del campeón.


Había cámaras por todas partes, algunas incluso enfocaban en nuestra dirección. Eso era normal, pues yo solía ver a los mecánicos celebrar el triunfo en las transmisiones; lo que ya no lo fue tanto fue el fotógrafo que, apostado sobre uno de los laterales del vallado, gritó mi nombre y movió su increíble teleobjetivo en mi dirección.


Pedro lo celebró una vez más, soltando un grito de júbilo mientras saltaba al suelo. Todavía con los pies en el aire, sus ojos me buscaron. Recordé el cielo sobre nosotros, el asfalto del circuito debajo de nuestras espaldas. El cielo de Sochi... Su rostro altivo la primera vez que nos vimos, nuestro beso de la noche anterior y, por desgracia, a él después, pidiéndome que me fuese de su autocaravana.


Para algunas cosas, la máxima velocidad es excitante; para otras, ralentizar el tiempo es un privilegio impagable.




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