miércoles, 27 de marzo de 2019

CAPITULO 50




Justo a unos pasos de la puerta estaba Pedro, vestido de modo impecable, de ese modo que hacía que me olvidase de lo despreciable de su conducta en ocasiones.


Me entraron calores, de tal magnitud que hasta mi corto cabello me molestaba, y para qué hablar de mi camiseta, que todavía olía a nueva. 


Empecé a sudar e intuí que el maquillaje se derretiría y escurriría por mi rostro.


Necesitaba otra cerveza, porque lo poco que me quedaba en el vaso debía de estar demasiado caliente como para mi necesidad de refrescarme.


Lo único que me faltaba en este instante era babear por él. Mi nariz, como si tuviese cerebro y memoria propios, me trajo el recuerdo del varonil perfume de su piel; si hasta sudado, después de abrirse el mono ignífugo, olía como los dioses. Así, sin más, en un flash, mi mente me devolvió una imagen suya saliendo del automóvil, con cara de preocupación y concentración durante las pruebas, cuando no veía nada más allá de sus números en los tiempos de sus vueltas, cuando no oía más voces que las de Otto y sus mecánicos, cuando todo para él era ser el número uno en el campeonato.


Sí, pese a todo, Pedro no podía hacer nada para que yo dejase de admirar su talento en la pista... y, para mi desgracia, tampoco para que pudiese desprenderme de la visión de su físico, de su aspecto, de su mirada, su cabello, sus manos, sus ropas... Justo cuando comenzaba a desvariar, acerté a reparar en que no iba solo y, si él se veía estupendo así vestido, completamente de negro y con su cabello rubio medio revuelto, ella estaba absolutamente perfecta, libre de defectos. Mónica, su novia italiana, estaba allí con él; la tenía rodeada con un brazo por la cintura, mientras ambos buscaban algo con la mirada: a nosotros.


La italiana, que ya de por sí era incluso más alta que Pedro (apenas unos centímetros), en esa ocasión sobrepasaba su altura alzada sobre unas sandalias bellísimas que me hubiese gustado tener en mi guardarropa. Vestía un simple pantalón gris oscuro, una camisa blanca y una chaqueta negra de corte impecable, y llevaba la melena suelta; melena a la que le sobraba cabellera y volumen. Yo jamás tendría una igual, con el poco cabello que salía de mi
cuero cabelludo, que, además, tenía la desventaja de ser fino y quebradizo como el de un bebé. No tenía por costumbre compararme así con otras mujeres, pero, con ella, me resultaba inevitable, y angustiante.


No necesitaba que nadie me explicase por qué me comparaba con Mónica.


Me hubiese encantado ser yo a la que Pedro besara después de cada carrera; me
hubiese gustado haber compartido con él todo el tiempo que llevaban juntos y ese recorrido que lo llevó a la Fórmula Uno y que lo hizo campeón; me hubiese entusiasmado estar allí con él cada segundo, y anhelaba conocerlo como debía de conocerlo ella, porque, sí, todavía tenía la esperanza de que Pedro tuviese otra cara, además de la que nos mostraba a nosotros, los
plebeyos. Quería descubrir en él lo que veía Martin, lo que veía ella o incluso lo que percibía Amanda.


La parte baja de mi espalda se sintió muy sola, porque el brazo de Pedro estaba allí con ella y no conmigo.


Éste bajó la mirada y me vio, nos vio a todos, pero, por un fugaz segundo, sus ojos se quedaron prendidos de los míos.


Pedro alzó una mano y, entonces, en la voz de Martin estalló el nombre del campeón.


Me emocioné y le sonreí. Por supuesto, Pedro no me vio; se ocupaba de su novia, ayudándola a quitarse la chaqueta tipo sastre que llevaba.


Agradecí que no me descubriera, habría quedado como una idiota. ¿Qué podía hacer yo sonriéndole?


Oculté mis ganas de él en el trago de cerveza que le quedaba a mi vaso.


Martin saltó de su silla para recibirlos. Rodeó la mesa en la que estábamos Helena, Amanda y yo. Al pasar por detrás de ellas, me guiñó un ojo. Como pude, le contesté con una sonrisa.


—Al final se ha dignado a aparecer. Todavía no me lo creo.


Amanda reprendió a Helena con una mirada.


—Bueno, es que ha venido —exclamó con una mueca de incredulidad—. Además, lo ha hecho acompañado. Mónica no suele ir más que a las cenas formales del equipo, jamás a un bar a beber con los otros pilotos o mecánicos.


No salgo de mi asombro.


—Necesito otra cerveza. —Bajé el vaso. Tenía ganas de girar sobre la silla para mirarlo, pero me contuve; no quería toparme con ella. De pasada y muy de lejos, nos habíamos vuelto a ver después de aquella primera ocasión en la autocaravana de Pedro; lo que menos me apetecía era verla allí, en ese momento, en una reunión muy de amigos. La odié un poquito y me odié a mí misma un poquito más por eso.


Oí la voz de Pedro cada vez más próxima; conversaba con Martin, que les daba la bienvenida a él y a su novia, y toda mi piel se tensó. Sentí los cabellos cortitos de mi nuca erizarse, y no por un motivo desagradable. La voz de Pedro se metía en mi sistema nervioso, reblandeciendo cada una de mis fibras.


Helena me miró en silencio y Kevin alzó una mano para volver a llamar a la camarera, a la que le señaló mi vaso vacío. Noté que su mirada se había oscurecido. Después de su partida de Bravío, la relación entre él y Pedro había empeorado; bien, en realidad nunca había sido demasiado buena; por lo que supe por boca del propio Kevin y gente del equipo, más de una vez por poco llegan a las manos. El holandés no era tan diplomático como Haruki, quien, por cierto, en ese instante no parecía muy feliz. El japonés no le haría un desplante ni nada por el estilo, pero quedaba claro que la presencia de Pedro lo incomodaba. De hecho, incomodaba a todos los presentes; nadie sabía qué hacer con su mirada ni con su llegada. Súbitamente, las risas y las conversaciones decayeron, transformándose en un silencio un tanto tenso, interrumpido por algún que otro murmullo y miradas furtivas.


Imposible culparlos por no quererlo allí, pues eso lo generaba Pedro con su forma de ser y actuar.





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