jueves, 18 de abril de 2019
CAPITULO 100
La vela continuaba consumiéndose; el Cumpleaños feliz sonaba por segunda vez, ahora a gritos y con carcajadas entremezcladas.
Espié por encima del hombro de Pedro y ya no vi a Mónica, sólo restaban su padre y David; ninguno de los dos rebosaba felicidad. Procuré ignorarlos.
—Bien, Pedro—alcé el pastel todavía un poco más hasta él—: es momento de que pidas tus tres deseos. Piensa bien y sopla.
Pedro se rascó el mentón, su barba comenzaba a asomar.
—Bueno, ¿tres? Seré un privilegiado si se cumplen. Ya soy un privilegiado. Muchas gracias por hacer esto por mí, petitona meva... todo esto, ya sabes que no me refiero sólo a la tarta —me dijo muy bajito. Ésa era una conversación entre nosotros y nadie más.
Quise contestarle que lo amaba pero, al menos por el momento, no lo haría delante de los cámaras.
—A por tus tres deseos, campeón —entoné subiendo la tarta hasta él un poco más. Los brazos me temblaban por el esfuerzo.
Pedro me miró, sonrió con una de esas sonrisas medio ladeadas y encantadoras, apretó los párpados y sopló. La vela se apagó al instante.
Si nos guiábamos por las tradiciones, por las creencias populares que giraban alrededor de apagar las velas de cumpleaños de un solo soplido, todos sus deseos se convertirían en realidad.
Pedro abrió los ojos bajo los vítores que le llovían, bajo los gritos de buenos deseos y aplausos, bajo los flashes.
—Bueno, en casa tenemos la costumbre de que, cuando cumples años, después de soplar las velitas, debes darle un mordisco a la tarta —le dije en broma.
—¡¿Acaso quieres matarlo?! —estalló una voz femenina a mi derecha.
Pedro abrió los ojos de par en par.
¡Mónica!
Quedé helada al verla aparecer a mi lado.
Con el rostro rojo de furia, tan desencajado que daba miedo, se movió hacia mí. Vi sus manos colarse por debajo de mis brazos en alto.
Comprendí sus planes demasiado tarde. Mónica cogió la bandeja que yo solté debido a la sorpresa. Gruñendo completamente fuera de sí, resbalándose sobre sus altísimos tacones y ante las exclamaciones de asombro de todos los presentes, empujó la tarta de Pedro en mi dirección, mejor dicho, sobre mí.
Mi intento de forcejear para evitar el desastre fue demasiado tardío.
Solamente atiné a apartar un poco el rostro; ella estaba decidida a hacerme pasar la peor vergüenza de mi vida. Cerré los ojos para sentir el frosting, a todo Meteoro y su Mach 5 embarrarse mitad en mi rostro, mitad en mi cuello, por mi cabello y parte de mi pecho. Mónica estaba tan fuera de sí que por poco me ahoga en el bizcocho, la mousse y las frutas.
Todo a mi alrededor se hizo silencio, uno aplastante.
—Ahí tienes lo que te mereces —bramó soltando la bandeja que yo, no sé por qué, hice el esfuerzo por sostener antes de que cayese al suelo. La verdad es que no tenía sentido, toda la tarta había quedado arruinada, destrozada. De cualquier modo, la sostuve con mis antebrazos con el borde contra mi estómago. Sentí un par de trozos desprenderse de mi rostro para caer sobre mis brazos, mi pecho y el suelo.
—Mónica... —jadeó Pedro.
—¿Es por esto por lo que has terminado conmigo?
—Paula... —La voz de Suri sonó apresurada a mi izquierda. Debió de ser él quien me quitó la bandeja de las manos, pues sentí su perfume y su voz; sin embargo, no podía verlo porque no podía abrir los ojos en el estado en el que tenía la cara.
—¿Que muerdas la tarta? —masculló Mónica.
—Ella no tiene ni idea —le contestó Pedro.
—Sí, ella no tiene ni idea de nada. ¡No sabe nada de nada! No lo comprende ni lo comprenderá jamás como lo comprendo yo, que te he visto luchar por llegar hasta aquí, por mantenerte en lo más alto.
Pasé ambas manos por mi rostro para quitarme un poco de la crema de encima.
Abrí los ojos y la enfrenté con una mirada.
—Serás su ruina —me escupió a la cara, y entonces no conseguí contenerme, le arrebaté de las manos a Suri la bandeja con lo que quedaba de tarta de cumpleaños y, con todas mis ganas y furia, le devolví el favor embadurnando sus ropas y su cuello.
Pedro gritó mi nombre, pero no llegó a evitarlo.
Tampoco es que pensara detenerme por él, eso era entre Mónica y yo. Luego él y yo resolveríamos lo nuestro.
Mónica soltó un alarido de incredulidad.
—¡Te mato! —gritó en ese inglés suyo que delataba a la legua su italiano natal, idioma que yo amaba y que por su culpa comenzaba a despreciar con todas mis fuerzas.
Pedro se metió entre nosotras, frenándola a ella mientras yo soltaba la bandeja al suelo con un claro objetivo: tener las manos libres para dejarla calva a tirones. Quería comérmela viva, y lo desagradable del asunto era que no era tanto porque hubiese arruinado el pastel o porque hubiese arruinado la celebración o mis ropas, o por dejarme en ese estado, sino por conocer de Pedro todo lo que conocía, por todo lo que sabía de él y yo no, por haber vivido con él toda su carrera, por conocerlo probablemente mejor que nadie en el mundo, incluso mejor que su padre.
Sí, tenía claro que no debía sentirme así, que Pedro tampoco había vivido conmigo mi vida... Lo que me molestaba más que todo, lo que gritaba dentro de mí terriblemente fuerte y no me gustaba ni un pelo, era sentirme tan poco capacitada para estar al lado de Pedro, incluso creerme poco merecedora de acompañarlo y para qué hablar de tener su afecto... si es que yo apenas sabía poco o nada de él; no tenía ni la menor idea de lo que implicaba ser Pedro lejos de los circuitos, lejos del mundo de la Fórmula Uno. No sabía para qué eran tantos medicamentos, no tenía idea de qué le había pasado con esos dos ataques que le había visto sufrir. Desconocía si se sentía muy cansando después de las carreras o qué hacía cuando no corría o entrenaba. Yo no tenía ni idea de nada y ella sí.
Así como a ella la frenó Pedro, a mí me frenó Suri.
Entonces el silencio se perdió por completo.
Hubo gritos. Los flashes de las cámaras sonaron todavía más alto. Entre Pedro y David se llevaron a Mónica.
Creo que a Suri y a Érica les costó más arrastrarme a mí fuera del box que lo que les costó a ellos dos alejar a Mónica lejos de las cámaras y los flashes.
De refilón, fui testigo del festín amarillista que se daban los fotógrafos y los periodistas.
—Calma —le oí decirme a Martin. No tenía ni idea de dónde había salido, simplemente lo vi aparecer a mi lado cuando llegamos al pasillo que conducía a la salida posterior de los boxes.
Me tendió una toalla del equipo.
Parecía preocupado. Entre Suri y él no paraban de empujarme por la espalda para sacarme de allí.
Estallé. Que se la llevasen a ella lejos de Pedro, no a mí de él, ¿o es que ni siquiera ellos, que eran mis amigos, me creían digna de estar a su lado?
Volví a estallar.
—¡Soltadme ya! ¡No me empujéis más! —chillé cuando estábamos a un paso de salir a la intemperie, azotando la toalla como si fuese un látigo—. ¡Ya basta!
Los dos se frenaron. Suri fue quien más lejos se apartó de mí, incluso evitó mirarme. Martin no; él sólo se distanció un poco, con las manos en alto como pidiendo paz.
—Está bien, está bien, tranquila. Ya te soltamos.
Mirando mal al hombre de seguridad, para que supiese que debía apartarse de mí, pisé firme para salir al exterior.
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Nooooo noo podes dejar ahiiiiiiiii pura maldad es esyo
ResponderEliminarAyyyyyyyy qué odio esa Mónica. Pobre Pau!!!
ResponderEliminarQue HDP esa mujer!!! Necesito seguir leyendo!!
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