martes, 30 de abril de 2019

CAPITULO 138




Pocos lugares debían vivir la categoría como se vivía allí en Montreal. Sí, Mónaco tenía lo suyo, allí la categoría invadía Montecarlo y a los monegascos no les quedaba más remedio que convivir con la Fórmula Uno durante esa semana, porque, cuando el circo llegaba allí, no quedaba sitio al que escapar.


De cualquier modo, la fiesta en el principado era un asunto completamente distinto. Lo que pulsa y da ritmo al fin de semana allí no son los verdaderos fans del automovilismo, sino los del dinero, los de las cámaras y flashes, los que adoran las fiestas y salir en las revistas, los que aprovechan la situación para enseñar su nuevo yate una docena de pies más grande o lo que sea. Allí es un despilfarro de dinero casi empalagoso, una demostración de ostentación
que, por casualidad, coincide con los presupuestos millonarios de los equipos y con el estilo de vida de muchos pilotos.


En Montreal era completamente distinto. Había fiestas en la calle, el circuito al completo era una fiesta, igual que el resto de la ciudad y, aunque también se dan fiestas en las que corre mucho dinero como en Mónaco, en forma de champagne, lujosos platos y elegantes personas que llegan, van y vienen en automóviles de aspecto imposible e irreal, las que valoras y que se hacen notar por encima de todo son las fiestas en las que la gente asiste vestida con la camiseta de su equipo favorito, con las gorras con el número de piloto al que apoyan, con la bandera del país del que provienen o del que vio nacer al piloto del cual son fans. En esas fiestas se bebe cerveza barata, se come al paso y se disfruta del ambiente de una ciudad estupenda que tuve la oportunidad de que Pedro me enseñara. Vivimos juntos la amabilidad y la calidez de los canadienses, que, siempre respetuosos, también muy afectuosos, se aproximaron al campeón para pedirle fotos y autógrafos, y para darle ánimo de cara al campeonato, que de momento ganaba con una holgada diferencia de puntos. Creo que no hubo ni uno solo de nuestros paseos que quedase libre de un saludo, de una firma suya en una camiseta de Bravío o incluso de una exclamación alegre de su nombre desde la acera opuesta o desde dentro de un coche que pasase junto a nosotros.


Si bien allí no era como en Mónaco y los fotógrafos estaban a la orden del día a la caza de imágenes de ambos juntos (por desgracia me había topado en la televisión, al poco de llegar al hotel, con una noticia que avisaba de que el campeón de la categoría ya estaba en suelo canadiense, acompañado de su novia —es decir yo—; también, gracias a Lorena, que me envió los links, vi que había fotos de Pedro a mi lado en un par de webs de esas que se ocupan de seguir la vida de los ricos y famosos; Tobías y mis padres también habían visto esas mismas imágenes). De cualquier modo, no les di demasiada importancia. Pedro andaba a mi lado sin preocuparse demasiado por eso, sin angustiarse por quién pudiese vernos o fotografiarnos, y, si a él no le molestaba ser visto a mi lado, menos me iba a molestar a mí.


Quien todavía no demostraba demasiada felicidad con la situación era el padre de Pedro, que apenas me dirigía la palabra para saludarme y, como mucho, preguntarme cómo me encontraba.


Con quien sí comencé a tener mejor relación fue con Pablo. Al menos ya hablaba con Pedro frente a mí sin ocultar nada, sin contenerse, y, en los planes que hiciese para Pedro, ya me incluía a mí sin que el campeón tuviese que decirle nada. Supongo que no le quedaba más remedio.


De todas formas, el más amable y amistoso de todos era el preparador físico, César, un mexicano que había crecido en Estados Unidos, con un sentido del humor excelente y que desperdigaba positividad a su paso. Los dos prácticamente chocamos en un momento dado; no en sentido literal, sino más bien descubriéndonos, puesto que nunca nos habíamos visto más que de lejos, para saber que teníamos mucho en común además de Pedro y de intentar cuidad de su bienestar y su salud.


La ciudad y su gente, y un viernes de pruebas libres absolutamente increíble para Pedro y el equipo Bravío, puso a nuestras puertas un fin de
semana que dejó a todos boquiabiertos con la actuación de Pedro, quien, durante las pruebas libres del sábado, derribó, y por mucha diferencia, el récord de vuelta del circuito que estaba instalado en sus kilómetros desde hacía más de diez años, enfrentándose con valentía y ferocidad a esa pared oscura que daba comienzo a la recta después de la última curva, esa que siempre me había producido vértigo al ver las carreras por televisión.


Pedro se mostró feliz y, además, accesible con los periodistas y los fans después de su pole position, y no supe de ninguna otra discusión con el equipo.


Incluso se mostró sonriente en las fotografías que le tomaron junto a Haruki y Helena en el box de Bravío, la tarde del sábado. Hasta bromeó con ellos y con los fotógrafos, y rio... Realmente creo que disfrutó de la experiencia.


No fui la única en notarlo. Durante una ronda de preguntas que se les permitió a los medios de prensa después de las fotografías en la que estuve presente, uno de los periodistas, de un medio británico, le preguntó sobre cuáles eran las razones de su buen humor, pues afirmó que se lo veía distendido. Ni corto ni perezoso, fue directo al grano y quiso saber si era debido sólo a su estupenda marca en el circuito y el gran margen de puntos que llevaba en el campeonato, o si había algo más.


Pedro no se guardó la verdad.


—Soy muy entusiasta con respecto a la carrera de mañana y me alegra haber marcado un nuevo récord en el circuito, y realmente la diferencia de puntos en el campeonato es un excelente colchón, pero lo cierto es que estoy feliz y no puedo evitar demostrarlo.


—¿Enamorado? —insistió el periodista, y todos rieron, incluso Pedro.


El campeón giró la cabeza, buscándome. Yo había intentado mantenerme algo oculta en un rincón del box, detrás de la gente de relaciones públicas y publicidad y de algunos de los ingenieros y mecánicos que continuaban con su trabajo. Pedro me sonrió al encontrarme y eso provocó que los flashes nos cegaran a ambos.


—Sí —admitió Siroco, volviendo la vista al frente, y entonces estallaron los murmullos, las preguntas y muchas más fotografías.


Si Pedro estuvo ansioso esa noche, ciertamente me hubiese resultado imposible decirlo, porque se recostó y, sin mencionar absolutamente nada sobre la carrera o sobre su clasificación, sólo hablando de la vida, de nosotros y de cualquier otra cosa, cayó rendido para descansar profundamente a mi lado, durante toda la noche. Se despertó la mañana del domingo de un humor excelente y un semblante todavía más estupendo, uno del que creí no haberlo visto dueño nunca antes.


Pedro ganó la carrera de Canadá de modo indiscutible y aplastante, demostrando que, independientemente de las diferencias de puesta a punto, motor e ingeniería del equipo Bravío, él continuaba siendo un magnífico piloto capaz de moldear a pulso las curvas, de resolver problemas con su automóvil sin ayuda de los ingenieros (de hecho, ganó la carrera con una de las marchas sin funcionar) y de pasar por encima del cansancio físico, del calor y del estrés de la competición.


Esa noche volvimos a celebrarlo con todo el equipo hasta bien tarde. Pedro habló con todos y se mostró más que formalmente cordial; fue amistoso, estuvo relajado, bailó, bromeó y se divirtió. Y yo fui feliz de verlo disfrutar de esa manera.




1 comentario: