miércoles, 1 de mayo de 2019

CAPITULO 142




El conductor nos dejó frente a una plaza, con una fuente estupenda, por la que paseaba gente autóctona y muchos turistas, aprovechando que hacía una noche maravillosa.


Como cualquier otra pareja, dimos un paseo y luego Pedro me guio por unas calles peatonales que invitaban a quedarse a vivir en la ciudad.


—Aquí es —anunció Pedro deteniéndose frente a una puerta angosta que parecía salida de un cuento, quizá de alguna historia con reminiscencias árabes. El edificio era una estructura de piedra de esas muy típicas que había en todo el casco antiguo y otras perdidas, salpicadas por el resto de la ciudad—. ¿Te gusta? Me pareció mejor idea comer en un lugar típico que en uno de esos restaurantes que son iguales a los que podemos encontrar en cualquier otra parte del mundo.


—Me encanta —le contesté sonriendo de oreja a oreja. Esa noche de nuestro primer aniversario sería especial, ese lugar era especial, él era especial... y se veía particularmente sexi y radiante esa velada, así tan sencillo, con ese aspecto tan despreocupado y la mirada tan liviana y libre. Nada podía hacerme más feliz que verlo de ese modo. Éramos nosotros dos sin demasiados adornos; lo que éramos y nada más. Nada mejor para celebrar nuestro primer mes juntos que alejarnos del bullicio en el que, sobre todo, se movía. Allí no habría cosas que nos distrajesen de la realidad, allí sucedería todo y nada. Nada, porque no habría actos grandilocuentes ni despilfarros; todo, porque seríamos nosotros dos.


Pedro tiró de mi mano hacia la pequeña y pintoresca puerta de madera.


En cuanto abrió la puerta del restaurante, me llegaron los aromas exóticos, la calidez de la intimidad de ese lugar, las conversaciones suaves y una música que invitaba a dejar la realidad de una ciudad en expansión fuera de las paredes de piedra clara.


El restaurante era pequeño y grandiosamente estupendo. De techos abovedados, paredes de piedra con detalles de madera, muebles simples, mesas de manteles blancos de lino y suelos cubiertos por unas alfombras en tonos de marrón y blanco; del mismo color eran los tapices con borlas que adornaban las paredes, situados entre platos pintados a mano colgados por todas partes.


Con mucha amabilidad y respeto, nos dieron la bienvenida. Imaginé que debían de recibir a todo el mundo del mismo modo, pero al recepcionista y al camarero que pasó a unos pasos de nosotros por poco se les salen los ojos de las órbitas cuando Pedro dijo quién era al pedir su reserva de una mesa para dos; de cualquier modo, sospeché que ya lo habían reconocido, al igual que un hombre y una mujer que tenían toda la pinta de ser turistas, sentados a tres mesas de distancia, en el lado derecho del local.


Pedro no le molestó que se quedasen mirándolo; cada día llevaba mejor aquello de que la gente lo admirase, y no porque eso alimentase su ego, sino porque, a fuerza de mucho repetírselo, creo que entendió lo que le expliqué... que toda aquella gente, en cierto modo, le tenía mucho cariño y respeto.


Como una pareja cualquiera que sale a celebrar su primer dulce aniversario de un mes, caminamos hasta la mesa que nos habían asignado, para, allí, con ayuda del camarero, que se puso pálido debido a la sorpresa de ser testigo de lo que le sucedía (la ciudad estaba empapada de Fórmula Uno y creo que en todas partes esperaban la presencia de algún piloto; ese joven camarero, sin embargo, no debía de esperar que eso le sucediera a él, en un local tan sencillo) elegir, siguiendo sus recomendaciones, los platos más típicos del país.


Acabamos con un festín sobre la mesa, que incluyó desde cordero hasta vegetales, pasando por mucho arroz, unos panes planos exquisitos, pescado, hortalizas y unas olivas que estaban estupendas.


Pedro se abstuvo de beber, pero yo no me privé de una cerveza bien fría y de comer postre.


—Y bien, ¿qué te ha parecido la comida?


Sujetándome la barriga, me recosté en el respaldo de la silla en un gesto muy poco femenino.


—¿Tú qué crees? —le dije poniendo voz de quien ha engullido hasta reventar. Y más o menos así había sido.


Pedro rio.


—Me alegra mucho que te haya gustado.


Enderecé la espalda para volver a inclinarme sobre la mesa, aproximándome a él otra vez.


—Gracias por traerme aquí. Este lugar es casi mágico.


—Bueno, es un tanto rústico, pero...


—Es perfecto; además, con estas fachas no podría haber ido a ninguna otra parte y como no me has permitido ir a cambiarme...


—No necesitabas cambiarte.


—¡Lo que te gusta que lleve la camiseta del equipo con el número uno! — canturreé frente a sus labios. Hasta un mes atrás, solía trabajar con una camiseta del equipo que no llevaba número, pero, desde que Pedro y yo estábamos juntos, me daba el gusto de llevar en mi uniforme el número del campeón, mi novio. 


Pensar en ello amplió mi sonrisa; estaba orgullosa de él, feliz por él. Feliz porque no podía sentirme más dichosa o más plena, más en paz y bien con mi vida.


—No puedo negarlo. —Tocó mis labios con los suyos y se quedó sonriente, observándome.


—¿Qué?


—Te amo.


—Y yo a ti.


Pedro volvió a quedarse mirándome fijamente, sin perder la sonrisa de labios pegados.


—Ok —soltó apartándose de mí. Sus ojos se movieron rápido de mi persona hacia el camarero que daba vueltas a nuestro alrededor, quien nos atendía desde que llegamos—, es hora del champagne —anunció, y le hizo una seña al susodicho, quien se alejó hacia la cocina después de asentir con la cabeza sin ni siquiera venir a preguntar qué necesitábamos de él.


Algo en mis tripas me hizo cosquillas, y no fue la comida. Presentí que maquinaba alguna cosa. 


¿Habría organizado lo del champagne de antemano?


Después de todo, llegamos allí con una reserva.


—¿Tramas algo?


Pedro sonrió y apartó sus ojos de mí, para moverlos en la dirección en la que se había alejado el camarero.


—Me pones nerviosa.


—Bueno, se supone que es positivo ponerse nervioso, ¿no? La adrenalina es buena. Este tipo de nervios son los que hacen bien —entonó, y la voz medio le tembló. Él también debía de estar nervioso.


Pedro, no sé qué tipo de nervios son a los que te refieres, y que me digas todo eso me pone más ansiosa, porque creo que tú también estás nervioso y esto...


—Aquí viene el champagne —soltó, y yo di un salto sobre mi silla ante su exclamación.


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