miércoles, 8 de mayo de 2019
CAPITULO 163
No tengo ni idea de qué hora era cuando desperté, tan sólo noté que el cielo de la noche amenazaba con ponerse de un azul más intenso. La bóveda celeste era un mar de estrellas brillantes; nunca había estado en un sitio en el que se viesen tantas y con tal claridad; eso se debía a que allí nos encontrábamos en medio de la mismísima nada y la contaminación lumínica era casi inexistente.
Giré sobre mi cuerpo y vi que Pedro dormía; respiraba profundamente. No daba señales de haber notado mi movimiento sobre la cama; su sueño duraría mucho más y, si bien me hubiese encantado compartir eso con él, me dio un no sé qué despertarlo. Él necesitaba descansar, así que lo dejé dormir.
Muy despacio, me levanté de la cama y fui a por algo de ropa que ponerme para poder salir a la playa y admirar el espectáculo allí fuera.
Antes de bajar los cinco escalones que separaban la cabaña del camino, me di la vuelta para mirarlo; continuaba durmiendo plácidamente.
Regresaría antes de que despertase.
Pasé la vegetación, que por unos instantes ocultó el cielo de mi vista, y allí lo descubrí: el cielo mezclándose con el mar, con el susurro de las olas apenas trepando por la arena. Me sentí ínfima, todavía mucho más pequeña de lo que ya era.
Alcé tanto la cabeza para mirar hacia arriba que mi cuello se puso tenso y comencé a marearme; fue entonces cuando me llegó un levísimo susurro de música.
Al final de la playa, donde estaba edificado el hotel propiamente dicho, con sus restaurantes, la recepción y demás comodidades, había luces y, sobre la playa, una fogata. Debía de ser una fiesta o algo así. No recordé si había alguna planeada para esa noche; seguro que sí, pues allí había actividades todo el tiempo.
Mis tripas crujieron porque asocié el fuego con un asado, el asado, con la carne y, a pesar de que no soy muy carnívora, me apeteció un pincho caliente, que allí bien podría ser de mariscos, langostinos... La boca se me llenó de saliva al recordar los langostinos que había comido un par de noches atrás.
No había cenado y en ese hotel básicamente podías comer todo lo que te viniese en gana, a cualquier hora del día.
Volví a repetirme que Pedro no notaría mi salida. Comería y regresaría a la habitación; quizá también pudiese llevarle algo de comer, por si despertaba.
Sonreí.
Lo sorprendería con algo rico.
Tan pronto como la palabra rico cruzó mi cerebro, mis tripas se quejaron otra vez.
No comprendía cómo todavía no avanzaba rodando por la playa, con todo lo que llevaba comido en esos días; por lo visto, la playa, el mar y toda la actividad física que estaba haciendo lo evitaban.
Mis tripas volvieron a crujir, y no fue una sensación, sino un ruido con todas las de la ley.
Eso no era sexi.
Con mis chancletas fucsia, comencé a caminar por la playa, pasando lo más rápido posible por delante de los caminos de cada bungaló para no molestar a nadie.
La música fue ascendiendo de volumen a medida que me aproximaba a la fogata y a lo que, efectivamente, era una fiesta; una en la que todos iban vestidos de blanco, en la que habían cócteles con muchas frutas y flores, y en la que sonaban conversaciones alegres que se mezclaban con la música.
Vi a una pareja con la que habíamos compartido una excursión hacia la barrera de corales; eran suecos y, a pesar de que llevaban allí la misma cantidad de días que nosotros, en su luna de miel, todavía estaban rojos como gambas por culpa del sol. Pedro y yo ya tirábamos a marrón, porque los dos nos bronceábamos con facilidad.
Me sonrieron y dieron la bienvenida.
Alguien puso una copa en mi mano. Crucé saludos con una pareja de chicos que habían llegado al hotel hacía dos días y con los cuales nos cruzábamos desde entonces, a la hora de desayunar. Otros huéspedes se unieron a nuestra conversación; nos pusimos a hablar de nuestras experiencias en ese paraíso, de lo maravilloso que eran algunas playas, de dónde quedaban los mejores lugares para bucear y sobre qué platos eras los más recomendables.
Entre copa y copa, conversaciones y risas, piqué un poco de todas las cosas ricas que había para comer y el tiempo se me fue de las manos.
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