miércoles, 8 de mayo de 2019
CAPITULO 164
Hubo un espectáculo de danzas típicas, una representación histórica.
Empezaron a correr más cócteles frutales, que contenían más alcohol de lo que evidenciaba el sabor dulce de sus frutas y, un rato más tarde, en la pequeña carpa blanca que había montada a un lado de la playa, apareció detrás de las consolas una joven disyóquey de cabello muy corto y cuerpo muy delgado que le puso música a la noche. Se desató una fiesta increíble, en la que todos bailábamos con todos y, después de un rato de saltar y sudar, mi cabeza comenzó a dar vueltas y la bebida, a trepar por mi garganta.
Alguien me cogió por la mano e intentó hacerme dar vueltas sobre las puntas de mis pies.
—No puedo; para, para... —le dije y luego me tapé la boca con mi mano libre—. No puedo más; he bebido demasiado.
Alguien me preguntó si me encontraba bien.
Hubo risas a mi alrededor.
Supe que debía regresar a la cabaña; a Pedro no le gustaban ese tipo de cosas. Él evitaba las multitudes y lo suyo no era el baile, y tampoco podía beber, por lo que rehuía ese tipo de encuentros. Por el contrario, a mí me encantaba estar con gente, rodeada de personas, y no le tenía miedo al ridículo. Crecer
rodeada de mis hermanos me había convertido en una persona a la cual el pudor le quedaba para lo mínimo indispensable; haber vivido en una casa constantemente llena de gente había provocado que muchas veces, desde que salí de ella, extrañase momentos como esos.
—¿Vomitarás?
Al quedarme quieta, todo bajó otra vez hacia donde debía estar.
—No, creo que no. De todos modos, debo regresar con Pedro.
Uno de los dos muchachos de la pareja se ofreció a acompañarme a mi cabaña.
—No os preocupéis, estaré bien.
—¿Seguro, preciosa?
—Sí, vosotros seguid divirtiéndoos. Os veré mañana. —De lejos, por miedo a devolverles encima, porque las náuseas me atacaban otra vez, les tiré unos besos a modo de despedida y partí en dirección a la cabaña, esta vez por el camino de la parte interior de la isla, no por la playa, porque no me sentía muy bien y no quería acabar tirada por ahí donde nadie pudiese verme.
Atravesé la recepción sin ver a nadie en el mostrador, lo que me llamó la atención. El hall estaba vacío y silencioso; ningún empleado a la vista a quien darle las buenas noches.
Salí del edificio y llegué a la calle posterior, cuya acera era de listones de madera, y eché a andar por el asfalto por el que circulaban pocos coches pero muchos cochecitos eléctricos de esos que se utilizan en los campos de golf, con los que llevaban a los huéspedes a sus bungalós. A esa hora no había nadie por aquí y la iluminación no era mucha, tan sólo algunas luces que, desde el ras del suelo, iluminaban las palmeras y el resto de la vegetación. Ni falta que hacía que hubiese más focos, la luna se encargaba de alumbrar mi camino.
Mis sienes se pusieron a latir y una ardiente bilis trepó por mi garganta.
Comencé a sentirme muy mal una vez más y, entonces, ya no pude contenerme.
Agradecí que no hubiese nadie por los alrededores, porque terminé abrazada a una palmera, vomitando sobre la tierra todo lo que había comido y bebido.
Mi estómago se revolvió una y otra vez hasta que ya no quedó nada dentro de mí.
Escupí para intentar sacarme aquel sabor agrio de la boca y, todavía con las piernas temblando por la flojera de los vómitos y las arcadas, me incorporé.
Esperaba tener la suerte de que Pedro continuase profundamente dormido para que no tuviese que verme llegar en ese estado. No había hecho muy bien en comenzar a beber sin tener nada en el estómago, pues mi última comida en condiciones había sido a mediodía.
Con la cabeza medio baja y los párpados apenas entreabiertos —sentía que la cabeza me iba a explotar de un momento a otro—, continué andando hasta que me pareció notar que mis pies eran iluminados por flashes de luces verdes y blancas; unas luces frías que se movían, parpadeaban.
Un mal presentimiento obstruyó mi garganta y así, en ese estado, alcé la vista para toparme de frente con aquellas hirientes luces que atravesaron mis retinas para clavarse en mi cerebro como agujas al rojo vivo.
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