miércoles, 8 de mayo de 2019
CAPITULO 162
Agotada y al mismo tiempo llena de energía, planté mis dos pies sobre la arena acariciada por las suaves olas de ese mar azul turquesa que se veía igual que en esas imágenes con las que las agencias de turismo promocionan paraísos en los que pasar las vacaciones.
Ese lugar era de ensueño.
Extensiones de arena clara; un mar suave y muy manso que te abrazaba con su calidez, borrando de tu mente las sensaciones de tiempo y espacio; palmeras y exuberante vegetación; calma y gente que llevaba impregnada en su personalidad la misma aura que la isla desprendía.
Toda la situación no podía resultar más idílica y maravillosa.
—Este lugar es increíble, Pedro.
El campeón se colgó el tubo unido a la máscara de snorkel del hombro, sonriéndome.
Salté sobre él; no podía estar más sexi, así bronceado, con las mejillas enrojecidas, el cabello despeinado por acabarse de quitar la máscara y los ojos brillantes gracias al descanso y al sol.
Me prendí de su cuello.
—Gracias por traerme aquí —le dije antes de besarlo.
Nuestros labios se enredaron. El tacto de su piel ardiente contra la mía me hizo perder la cabeza una vez más, al igual que la noche anterior, que esa mañana y... cada encuentro entre nosotros dos. Llevábamos allí cinco estupendos días y desde el primer momento supe que no querría largarme jamás; quería quedarme así, a solas con él, allí, con él todo para mí; sólo nosotros, sin problemas, sin sombras pululando a nuestro alrededor, amándonos.
Pedro le dio un apretón a mi labio inferior con los suyos y se apartó un poco.
—Gracias por acompañarme —sonrió ampliamente—; esos peces de colores no hubiesen sido lo mismo sin ti.
—Qué bien que mi presencia haya ayudado a que disfrutases el avistamiento de esos pececitos de colores. Me alegra haberte sido útil con eso —bromeé.
—Sabes que contigo veo peces de colores donde sea que esté —me regaló a la vez que articulaba una increíble mueca de perdido enamorado en el rostro y me estrechaba todavía más por la cintura.
Comencé a odiar el diminuto biquini que llevaba puesto y su traje de baño, porque nos impedían estar aún más juntos.
—No sabía que te causase alucinaciones.
Pedro parpadeó despacio, al tiempo que asentía con la cabeza.
—Es muy serio, creo que ya no tengo cura. —Aproximó su boca a la mía —. Aunque en realidad no quiero curarme.
—Me alegra, porque compartimos enfermedad. Mientras estemos juntos, continuaremos contagiándonos el uno al otro.
—Anda, contágiame un poco más, que quiero ver esos pececillos flotar a mi alrededor incluso fuera del agua.
No le dices que no a quien te pide eso.
Me colgué de su cuello de nuevo y Pedro me alzó agarrándome por los muslos.
Agradecí que nuestra cabaña estuviese justo allí, a unos pasos. Ya sólo por eso, valía la pena que Pedro hubiese pagado una insana tarifa por la habitación (vi por error el papel de la factura que le habían impreso de lo que costó ese viaje y por poco me da algo, pese a que Pedro me aseguró que para él no era nada).
El camino que conducía a nuestro trozo privado de edén nos ocultó entre sus voluminosas palmeras de hojas verdes y flores tan rozagantes y coloridas que parecían de plástico.
Allí no existían las puertas, sólo unas vaporosas cortinas del mismo color que la arena, las cuales habíamos cerrado únicamente el primer día de puro tontos y pudorosos, y que nunca más volvimos a correr porque comprendimos que nadie se inmiscuiría en nuestro trozo privado de playa y que el personal del hotel sólo llegaba al bungaló por la parte frontal, que sí tenía puerta, pero eso era al otro lado; de ese lado, del que daba a la arena y al mar, no tenía una sola pared, ni siquiera el baño.
Las piernas de Pedro rozaron mi trasero una y otra vez cuando éste subió los cinco escalones que separaban la edificación del nivel del mar.
Su cuerpo hizo arder el mío como solamente él sabía, como él podía, porque lo nuestro, más que saber, era ser... porque, a pesar de la rapidez con la que se dio todo entre nosotros, simplemente no podría haber sido de otro modo, pues, cuando amas desde el primer parpadeo, es como si hubieses amado siempre, y sería ridículo contener ese amor, un desperdicio y probablemente también un insulto a la fuerza que sea que puso ese amor en ti y también al objeto de tu afecto.
Pedro no tardó nada en volver a amarme sobre aquella cama interminable de sábanas blancas, y yo lo amé por igual, prendiéndome de su espalda y de sus hombros bronceados. Su piel, condimentada por la sal, el sudor y el sol, era embriagante.
Cuando quise entonar su nombre, no pude. Allí él no era Siroco, ni el campeón, ni Pedro, ni nadie más, al igual que yo; ambos éramos únicamente lo que llevábamos dentro, y eso no se engloba en un nombre, ni con una explicación, quizá sí con un color, el del atardecer entre dorado y naranja que muy despacio comenzó a nuestro alrededor.
De mi vida desde que lo conocí podría haberse escrito un libro, uno de esos cursis que cuentan amores de los que, en ocasiones, la fría realidad te dice que no existen.
Sonreí al pensar que, si alguna vez eso terminara y yo le contara mi historia a alguien, no me creería.
Las manos de Pedro treparon por mi cadera, dirigiéndose hacia el centro de mi espalda. Sus dedos, sobre mi columna, me atrajeron en su dirección para besarme una vez más. Todavía se encontraba dentro de mí.
—Te amo —me dijo—, de un modo completamente distinto al que he amado a nadie jamás.
Eso no pudo brindarme más seguridad ni causarme más alegría de la que me causó. Si es que, de pronto, ya no cabía ni en mi cuerpo ni en esa cabaña casi sin paredes.
—Te quiero en mi vida por el resto de mis días. Quiero una familia contigo... lo quiero todo contigo, siempre.
—¿Una familia? —Sonreí sobre sus labios con toda esa felicidad que se me escapaba por los poros, por la mirada—. Pequeños Pedros corriendo por la casa en kartings eléctricos como el que usa el hijo de Heikki. —Éste era un piloto finlandés, de los más veteranos de la categoría junto con Martin; el más pequeño de sus tres hijos de vez en cuando aparecía por los circuitos montado en su karting pintado con los mismos colores que el vehículo de su padre. El crío era una cosa preciosa y dulce, de piel muy blanca, ojos de un azul muy claro, cabello rubio y sonrisa fácil, que se relacionaba con los miembros de todos los equipos. Cada vez que su madre lo traía a una carrera, el pequeño se ganaba el cariño de cualquiera.
—Podría ser. ¿Qué te parece la idea?
—¿Lo dices en serio?
—Sí, claro; no propongo que comencemos a intentarlo ahora mismo. — Rio—. Ahora mismo no puedo.
Con un gruñido, amenacé con comerme su boca y, todavía sonriendo, le di un pequeño mordisco.
—Podríamos pensarlo al menos. Me gustaría que tuviésemos para nosotros muchos momentos como éste, así, solos tú y yo, antes de empezar a llevar niños de un circuito a otro, pero la perspectiva me gusta, y mucho.
—Y a mí —susurré. Tenía ganas de ponerme de pie sobre el colchón y comenzar a saltar.
—Todavía no tenemos fecha, pero podríamos comenzar a planear eso también; tendrás la ceremonia que quieras tener. No tengo ni idea de cuánto se tarda en planear una boda; tú dime qué prefieres y buscaremos una fecha para cuando termine la temporada o quizá necesites hasta el receso de verano del año que viene. Hay lugares para celebrar enlaces que tienen una lista de espera de al menos un año, ¿no?
Aparté a un lado esa ínfima pizca de amargura que sentí al comprender que aquello lo sabía porque en algún momento debió de hablar del mismo tema con Mónica.
Le sonreí.
—No necesito una gran boda, Pedro. Para mí, con esa sábana blanca alcanzaría como vestido de novia —solté, tirando del extremo de la misma para cubrir mi cuerpo y el suyo—. Mi fiesta es contigo. Dame eso y seré feliz.
Pedro apretó mi cuerpo contra el suyo con sus manos por encima de la sábana.
—El más bello vestido de novia. —Besó mi cuello y me abrazó—. Te amo, petitona.
—Te amo, Siroco.
—¿Alguna vez te he comentado que me vuelve loco que me llames así? — me dijo con una sonrisa sexi.
—Siroco —susurré en sus labios—. Siroco —jadeé sobre su mejilla—. Siroco, me vuelves loca de amor —le dije a su oído en confidencia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario