miércoles, 8 de mayo de 2019
CAPITULO 165
Vi la ambulancia allí detenida, frente a la puerta delantera abierta de una cabaña, e intenté convencerme de que no era la que yo ocupaba con Pedro.
Simplemente no podía ser, no debía ser.
Mis pies se quedaron pegados al asfalto igual que si estuviese caliente.
Tuve la sensación de que la goma de mis chancletas se había derretido, enganchándose allí, impidiéndome avanzar hacia él.
Las puertas traseras de la ambulancia estaban abiertas; allí no había nadie y la camilla no estaba.
A pesar del calor, mi piel se congeló.
Era nuestro bungaló.
—¡Pedro! —Su nombre desgarró mi garganta al salir de mis entrañas. Eché a correr—. ¡Pedro! ¡Pedro! —Apreté el paso y medio tropecé, una de mis chancletas se rompió y por poco me caigo de bruces al suelo—. ¡Pedro! —grité una vez más, al tiempo que echaba a correr de nuevo, dejando mi calzado allí —. ¡¿Pedro?! —¿Por qué nadie me respondía? ¿Por qué no me contestaba él? — ¡Pedro! ¡Pedro! —La isla daba vueltas a mi alrededor, pero no le permití detenerme, así que continué corriendo hasta toparme con la puerta abierta.
Desesperada, me lancé hacia el interior.
La primer persona que vi fue a la recepcionista de la noche y al conserje, los dos en la antesala de la cabaña, con cara de preocupación.
Uno de ellos, no sé cuál de los dos, entonó un «señorita» con voz de angustia. No me entretuve con ellos. Con el corazón dándome bestiales golpes en el pecho, me abalancé dentro de la habitación. Pedro no estaba en la cama, lo único que había allí eran sábanas revueltas y a un lado...
Un charco de vómito.
Giré la cabeza hacia la izquierda, porque, al bajar la vista al suelo, noté la luz y oí los ruidos; al fondo del espacio, tras los sillones y la pequeña sala de estar, la luz del cuarto de baño estaba encendida.
Alguien completamente vestido de blanco, moviendo una camilla, apareció en ese recuadro que conformaba la puerta.
—¡Pedro!
El enfermero giró su rostro en mi dirección. No tenía buena cara, sino cara de preocupación, y a mí otra vez me entraron ganas de vomitar, pero esta vez no por culpa del alcohol, sino por haberlo dejado allí solo.
—¡Pedro!
Me dio la impresión de que me costaba una eternidad llegar al baño.
Al entrar allí, lo vi tendido en el suelo, temblando como una hoja, pálido y con ojeras. Había vómito en el suelo a unos pasos de él y junto al inodoro.
En esa ocasión, su nombre escapó de mí en un débil jadeo.
Mis rodillas se aflojaron.
Pedro llevaba una máscara de oxígeno y una vía.
¿Por qué temblaba tanto?
En el suelo estaban los restos de lo presurosa de la intervención médica — jeringas, ampollas, cintas— que le había procurado el doctor, quien, al verme llegar, alzó la vista de Pedro a mí.
—¿Qué...? —gemí—. Es diabético —solté primero en español; es que, de los nervios, ni recordaba cómo hablar en inglés—. Diabetes, es diabético — solté a continuación, esforzándome. Tenían que saberlo, tenían que saber cuál era su problema.
—Sí, lo sé, él me lo dijo. ¿Eres Paula?
Pedro paró de temblar por una fracción de segundo y abrió apenas un poco los ojos, que habían permanecido cerrados y con los párpados muy apretados hasta ese instante. Lo vi buscarme con la mirada y me sentí fatal. Me abalancé hacia y, de rodillas, le pedí perdón por haberlo dejado solo.
Al caer a su lado, vi que se había hecho un corte en el labio inferior. Iba a tocarlo, pero me arrepentí; temí hacerle más daño del que ya le había hecho por dejarlo solo, por dejarlo solo y ni siquiera avisarlo de adónde iba, por dejarlo solo e irme de fiesta por ahí.
—Pedro, lo siento —conseguí balbucir hecha un mar de lágrimas.
Él intentó acercar su mano en mi dirección, pero los espasmos eran tan fuertes que apenas si podía moverse.
—¿Qué le sucede? —le pregunté al médico mientras los enfermeros alzaban la camilla de Pedro, una de esas duras que utilizan para inmovilizar a las personas cuando sufren una caída; también llevaba un collarín.
—Ha sufrido una descompensación. Lo llevaremos al hospital para examinarlo más a fondo.
—El señor Alfonso llamó a recepción —explicó alguien desde fuera del baño —. Nos dijo que estaba indispuesto, que llamásemos a una ambulancia. Nos explicó que estaba solo y preguntó por usted.
—Yo... —Me quedé sin palabras al enfrentar a la recepcionista.
Los enfermeros desplegaron las patas de la camilla para dejarla a la altura de mi cintura.
—¿Viene con nosotros? —me preguntó el doctor.
—Sí, sí, claro —le contesté, y los seguí mientras el conserje y la recepcionista se hacían a un lado para dejar pasar la camilla.
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