miércoles, 15 de mayo de 2019

CAPITULO 185




La emisión del gran premio nos enseñó una vista aérea. Pedro, allí incrustado, y los coches pasando por su lado. Banderas agitadas y, por debajo del recuadro de la pantalla, el aviso de que el safety car había salido a pista.


Tuve la más espantosa sensación de déjà vu... Haruki, mi hermano, los comisarios de pista corriendo hacia Pedro, el automóvil médico de la categoría saliendo de boxes para llegar a él en menos de un parpadeo. La ambulancia.


Todos corriendo hacia él, que no salía de su vehículo.


En el pit wall, Pablo se puso de pie sin ser capaz de apartar la vista del monitor frente a él.


Pedro... —exclamó en un graznido Alberto—. Pedro... ¡Pedro! ¡Pedro¡Hijo! —gritó con desesperación, y entonces yo no fui capaz de contener en mis manos los trozos de ese mundo que había estallado frente a mí.


El padre de Pedro quiso salir pitando de los boxes hacia la calle para correr a la pista. Lo agarraron entre David y dos de los mecánicos.


La ambulancia llegó a Pedro. Los doctores saltaron de dentro de ésta y corrieron hacia él. Uno de los facultativos del coche plateado ya estaba sobre Pedro, palpándolo o lo que fuese; éste se alzó, me pareció ver que le gritaba
algo a los que acababan de bajar de la ambulancia. Uno de ellos continuó corriendo en dirección a Pedro, pero el otro se lanzó a toda velocidad de regreso a la ambulancia.


—¿Qué pasa?, ¿qué tiene? —pregunté al aire, y nadie me contestó, porque todos los que me rodeaban estaban tan atónitos como yo.


Sin demasiadas ceremonias, entre los dos médicos del coche médico de la FIA sacaron a Pedro del interior de su habitáculo. Ése ciertamente no era el procedimiento habitual.


Tironearon de él. Pedro parecía un muñeco de trapo en sus manos. Algunos de los oficiales de pista los ayudaron a sostener su cuerpo para colocarlo sobre el pasto. Había una cámara muy próxima a ellos, por lo que pude ver que la pierna de Pedro colgaba desde la rodilla en cualquier dirección y sin demasiado concierto; esa pernera de su traje ignífugo estaba empapada en sangre.


Lo colocaron sobre el suelo y, entre los dos paramédicos de la FIA, le quitaron el HANS y el casco.


El médico que había corrido hasta la ambulancia llegó a ellos con algo entre las manos, con algo que luego, de un parpadeo, identifiqué como un desfibrilador. Entre dos le abrieron el mono ignífugo mientras uno de los médicos se movía a toda prisa para inyectar algo en el brazo de Pedro.


Las prisas fueron tantas que nadie se preocupó de colocar entre ellos y los espectadores, entre ellos y las cámaras, aquellas pantallas azules que hubiesen impedido que viese lo que hacían.


Alguien, con unas tijeras, rasgó la pernera del traje ignífugo empapado en sangre. Juraría haber visto dos trozos de hueso que asomaban de su pierna en cualquier dirección. Había sangre por todas partes, pero eso no era lo más preocupante.


Su rostro, el rostro de Pedro, pálido, tan quieto que parecía de goma.


Su pecho quedó al descubierto; sobre éste le pegaron dos rectángulos color piel mientras el paramédico de la FIA, el del automóvil plateado, le aplicaba respiración boca a boca.


Mi cerebro lo comprendió y entonces mis rodillas actuaron en consonancia, dándose por vencidas.


Pedro...


—Tranquila. —Érica me agarró por los brazos—. Tranquila, tranquila — me susurró; ella no lo estaba.


El cuerpo de Pedro se estremeció.


Tomaron sus constantes vitales. Volvieron a la respiración boca a boca. Le inyectaron algo más y luego, otra descarga con el desfibrilador. Reanimación por tercera vez, otra carga. Más medicinas en sus venas.


Una carga más.


Ni siquiera me había dado cuenta de en qué momento me había arrancado a llorar, simplemente noté que en ese instante tenía el rostro empapado en lágrimas y que mi corazón no soportaba el miedo y el dolor, que mi cerebro no podía creer que tuviese que experimentar otra vez ese temor tan intenso, esa
sensación de desasosiego por la pérdida de una de las personas más amadas.


Lo había vivido con Tobías y en ese momento estaba allí, viendo desde la distancia lo que sucedía a unos setecientos metros de mí, sin poder estar con él.


Pedro sobre la leca, muy quieto, siendo tratado por todas esas personas, visto por el público de la tribuna, que preocupado, había bajado hasta el nivel de tierra, seguido de cerca por millones de telespectadores alrededor de todo el mundo.


—No puede morir —jadeé—. No puede morir. —Desesperada, me aferré de las manos de Érica por tercera vez.


El padre de Pedro se giró en mi dirección y me miró. En su rostro no quedaba ni rencor ni desconfianza, tampoco desprecio; era el rostro de un hombre marcado por el dolor y por su propia pérdida. El hombre que tenía frente a sí, en el monitor, a su hijo, sobre el cual alguien ejercía maniobras de reanimación; su hijo enfermo, con el que había luchado codo con codo para que éste pudiese concretar su sueño.


El paramédico de la FIA tapó la nariz de Pedro y volvió a insuflar aire por su boca.


Entrelazó los dedos de sus manos para volver a hacer presión sobre su pecho, mientras preparaban el desfibrilador una vez más y entonces se detuvo, soltando sus manos y, con éstas, frenando la labor de todos. Se inclinó con su oreja derecha sobre la nariz de Pedro y sonrió.


¡Sonrió!


¡¡Sonrió!!


Con rápidos gestos y palabras que yo no llegué a captar, pidió algo.


Ese algo era la mascarilla de oxígeno, que colocaron sobre el rostro de Pedro mientras alguien terminaba con el torniquete y la inmovilización de su pierna rota. Inmovilizaron también su cuello, le pusieron una vía y pasaron la tabla por debajo de su cuerpo maltrecho para trasladarlo a la ambulancia.


Vi a Pablo correr hacia nosotros; sus ojos y los míos se cruzaron. Se quitó los auriculares para dejarlos colgando de su cuello.


Pablo, Érica, Alberto, David y yo acabamos reunidos.


—Ha sufrido un paro cardiorrespiratorio. Han logrado estabilizarlo. Tiene una pierna rota; por lo demás, no tienen una idea muy clara de su estado. El helicóptero ya está listo, Alberto. Érica te llevará hasta allí para que vueles con él hacia el hospital. No puede ir nadie más en el helicóptero. Paula, tú, David y yo iremos en un coche. Por aquí —me dijo Pablo, tendiéndome una mano, la cual tomé para que me guiase, porque sola no podía dar ni un solo paso.



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