miércoles, 15 de mayo de 2019

CAPITULO 186




Al girar sobre mis pies para ser arrastrada por Pablo, primero vi a Toto, con ambas manos sobre el rostro, inclinado hacia delante sobre los monitores del pit wall; después vi en el monitor a Pedro, que era introducido en la ambulancia. 


La imagen cambió a los oficiales de pista, apartando el maltrecho automóvil de Pedro de la protección de neumáticos en la que había quedado incrustado. El morro de Bravío ya no existía y lo que quedaba de la parte frontal del coche terminó por romperse y soltarse del resto de la manera más triste y angustiosa. Si el choque le había hecho eso al vehículo, el impacto sobre Pedro...


Pablo tiró de mí.


Salimos del box. Los periodistas fueron rodeándonos a medida que avanzábamos por la calle del paddock.


Personas de seguridad nos rodearon también, éstos para impedir que se nos aproximasen demasiado. El padre de Pedro y Érica se alejaron en dirección opuesta.


Una camioneta plateada, blanca, negra y violeta, con el logo de Bravío, apareció de la nada. En ésta me montaron, seguida de David y de Pablo. En la puerta, de pronto también apareció el dueño del equipo, uno de los abogados del mismo y la encargada de relaciones públicas.


El chófer debía de creer que también corría una carrera, porque condujo como un loco hacia la salida del circuito y, de allí, por la autopista hasta el hospital.


Mi cerebro se negaba a comprender lo que sucedía a mi alrededor.


Una persona muy educada nos guio hacia un ascensor y se metió con nosotros en éste. La mano de Pablo estaba otra vez sobre la mía. Me dio un apretón justo cuando mi espíritu comenzaba a ser vencido por el peso de mi cuerpo.


—Tranquila, todo saldrá bien, Pedro es un luchador.


Mi otra mano llegó a la suya.


Mentalmente le agradecí que lo llamase Pedro, no campeón, ni Siroco, porque la vida que había en él, la que yo quería y necesitaba que sobreviviese, era la de Pedro.


Un mar de lágrimas salió de mis ojos cual catarata.


No importa cómo sean las salas de espera de los hospitales, en realidad, son todas iguales. ¿Qué más da si los sillones son cómodos, si hay ventanas, si tienes cerca una máquina de café, si hace la temperatura apropiada? En lo único que podía pensar mi cerebro en ese instante era en él. Ante mí no podía ver más que sus ojos, no podía necesitar más que su abrazo y su perfume, que escuchar su voz y beberme sus sonrisas para entrar en calor, para sentirme viva.


En cuanto llegamos, nos avisaron de que estaban operándolo, que no estaba bien; de haber sido solamente el accidente... Pedro era más que un accidente; él cargaba con su diabetes y con el resto de los males que lo aquejaban por culpa de dicha enfermedad. Con él, una fractura no era una simple fractura... ni un terrible choque, un simple terrible choque.


El padre de Pedro se unió a nuestra espera, destrozado y sin fuerzas. Oyó, desde la silla a mi lado, cómo el médico nos explicó que no estaba seguro de que pudiesen salvarle la pierna rota; de cualquier modo, ése no era su mayor problema. Sus pulmones, su corazón... todo su cuerpo era un desastre en ese instante y sólo se limitaban a intentar mantenerlo con vida. Cada segundo contaba para darnos esperanzas, dijo.


No hay nada más desesperante o angustiante que no poder hacer otra cosa que esperar a que las horas pasen, a que los análisis sean realizados, a que salga alguien del quirófano, a que pasen más horas, a que te digan que ha habido otra crisis, pero que han logrado estabilizarlo, y a que te repitan que no puedes hacer más que esperar y esperar. Esperar horas y horas, sin ni siquiera poder verlo.


Horas, horas y más horas.


Si yo era una tormenta de azúcar, él era el viento que me daba fuerza y, sin él, volvía a ser azúcar depositado sobre el suelo, quieto, estable, medio muerto; azúcar que lo necesitaba a él para convertirse otra vez en una nube que pudiese viajar de aquí para allá en sus brazos.


Cortas horas de sueño incómodas, llamar a mis padres, a Tobías. Pablo a mi lado, Martin a mi lado. Pilotos yendo y viniendo para saludarnos, para darnos su apoyo. Mónica también pasó por allí, y le hizo un poco de compañía al padre de Pedro, lo que debió de serle de gran apoyo a él, pero, a mí, pese a todo, me hizo sentir fatal; con Alberto, desde el accidente, las cosas estaban un poco más cercanas; sin embargo, la relación que tenían ambos no tenía nada que ver con la que yo mantenía con él, así como la relación que yo tenía con Pedro no era nada parecida a la que Pedro tuvo con ella.


Cartas de fans, velas en la puerta del hospital, fotografías suyas por todas partes; peluches, flores, personas que rezaban por él en todas las lenguas, en todos los credos. Mensajes de energía. Horas y más horas y, por fin, pude pasar a verlo después de que entrase su padre.


Pedro, inconsciente en aquella cama, rodeado de máquinas, la máscara del respirador sobre su rostro... Nunca había visto tanta tecnología médica junta y no sabía si sentirme aliviada, porque todo eso que él necesitaba estuviese a su disposición, o angustiada, porque lo necesitase.


Le eché un vistazo a su pierna rota; habían vuelto a meter los huesos dentro de la carne pero, desafortunadamente, ésta no tenía buen color; estaba muy hinchada y había clavos que sobresalían por todas partes.


El cuerpo de Pedro estaba sostenido sobre la cama por unos soportes a los lados, por lo que ni siquiera pude acomodarme a su lado; de todas formas, creo que me hubiese dado demasiado miedo intentarlo, por temor a lastimarlo aún más.


Estaba tan pálido...


Tenía tantas cosas conectadas a sus brazos, incluso a sus dedos, que temía hasta cogerlo de la mano y desconectar algo.


Con cuidado, metí dos dedos por debajo de su palma izquierda. Su mano estaba muy fría.


Pedro, soy yo, amor. Aquí estoy. Pedro, vamos, abre los ojos; quiero verte, quiero ver ese hermoso par de ojos azul celeste —le dije llamándolo, procurando que mi voz sonase alegre.


Pedro estaba sedado, pero no para mantenerlo dormido; su inconsciencia duraba desde el accidente y los médicos nos habían alentado a que le hablásemos, a que lo estimulásemos para procurar hacer que se despertase.


Cuanto más tardase en abrir los ojos, más oscuro sería su futuro.


—Amor, estoy aquí, abre los ojos. Dime que te recuperarás para ganar el campeonato, para que podamos regresar a Montecarlo a casarnos como querías. —Me incliné sobre él; no olía a él, sino a hospital, a desinfectante—. Oye, que eso que me dijiste antes de correr sonó a despedida, y tú no puedes despedirte de mí así tan fácilmente. Complicaste mi vida, así que ahora es mi turno de complicar la tuya. —Mis labios se esforzaban por sonreír, pero mis ojos solamente querían llorar y llorar—. No puedes dejarme ahora, campeón; no puedes dejarme, porque tú estás durmiendo en esta cama y yo no puedo dormir aquí contigo, no puedo amanecer aquí contigo. Tienes que ponerte bien para que pueda cumplir mi palabra de estar contigo cada mañana cuando abras los ojos. —Acaricié su frente—. Abre los ojos, Pedro. Ábrelos.


Pedro no abrió los ojos ni el lunes ni el martes.






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