miércoles, 15 de mayo de 2019
CAPITULO 188
—Alguien que yo sé despertará con una terrible contractura en el cuello y la espalda. Si me lo hubieses pedido, te habría hecho sitio en la cama.
Oí las palabras, pero, entre el sueño, la confusión y el dolor, no conseguí identificar aquella débil voz.
Me dieron un par de palmaditas torpes en la cabeza.
—Aquí, conmigo, en cada cama en la que despierte.
Imposible no identificar esas palabras.
De un salto, me enderecé sobre la silla y, sin querer, aparté su mano.
Pedro se quejó de dolor. Fui a rescatar su mano mientras lo miraba a los ojos.
—¡Pedro, has despertado!
—Bueno, eso espero. —Sonrió por debajo de la máscara—. Hola.
—¡Pedro! —No conseguí contener mi emoción y me lancé sobre él para abrazarlo—. Estás despierto. ¡Estás despierto! Has despertado —repetí riendo y llorando.
—Sí, aquí estoy, y me duele absolutamente todo. Tengo la impresión de haberme estrellado contra un muro a más de trescientos kilómetros por hora.
—Bueno, en realidad diste contra los neumáticos de contención... fue más o menos eso lo que te sucedió.
Pedro soltó unos quejidos y se movió un poco sobre el colchón; en verdad solamente fue como si intentase reacomodar su espalda; no podía moverse de su sitio, porque su cuerpo seguía sujeto por un montón de almohadones y correas.
—Me duele todo —gimió. Estiró un poco su brazo derecho, como en un intento de tocarse la pierna—. La pierna me está matando.
—Te la rompiste.
—La siento como si me hubiesen pasado por encima todos los coches de la categoría.
—Tienes suerte de estar vivo. Llevas días inconsciente.
—Esta cosa es muy incómoda. —Con la misma mano con la que había intentado tocarse la pierna señaló en dirección a su rostro.
—Es un respirador. Has tenido un par de problemas con los pulmones.
—Me duele el pecho —apretó los párpados y su boca se hizo un nudo de tan fruncida—, y la cabeza. En realidad, me duele todo y tengo sed, mucha sed.
—Llamaré a las enfermeras. —Hice el amago de salir a buscarlas, pero Pedro, con sus pocas fuerzas, se prendió de mi mano—. No, no, quédate conmigo. No quiero volver a quedarme solo. —Apretó los párpados una vez más—. Cuando vi que volaba directo hacia las contenciones... no pude hacer otra cosa que pensar en ti; no quería dejarte, no quería irme a ningún lugar en el que tú no estuvieses.
—Estamos aquí juntos. Estaré contigo todo el tiempo que me quieras a tu lado, Pedro. —Besé su mejilla y lo abracé.
—Por cierto, ¿dónde estamos?
—En el hospital, todavía en Japón. Hoy es jueves, llevas desde el domingo inconsciente.
—¿Y mi padre?, ¿y los demás?
—Anoche, cuando entré a verte, tu padre dormía en la sala de espera.
—Dios, lo que debe de haber sido esto para él. El pobre tuvo suficiente dosis de hospitales para toda una vida con mi madre. Quiero irme de aquí. — Hizo el amago de incorporarse. Se quejó de dolor; sin embargo, no sé cómo, consiguió despegar la espalda del colchón. Fue un instante, y vi su rostro agriarse por completo.
—Pedro... ¿estás bien?
—¿Qué le ha pasado a mi pierna?, ¿por qué está así? —jadeó con un tono de voz que me dio a entender que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico o algo así; varios de los aparatos a los que estaba conectado también acusaron su excitación.
—Te la rompiste.
—He visto piernas rotas con anterioridad... —Se puso pálido. Vi su cuello ensancharse cuando tragó.
Los médicos todavía no estaban del todo seguros de poder salvarla; las heridas no evolucionaban del modo esperado y Pedro todavía continuaba con fiebre. La carne tenía un color oscuro y las heridas seguían tan frescas como el domingo.
—Los médicos están haciendo todo lo que pueden, Pedro.
—¡¿Qué dices?! —rugió alterado.
—Es por la diabetes, cariño. Hacen todo lo que pueden; lo más importante aquí es tu salud, que puedas recuperarte.
Pedro entendió al instante lo que encerraban mis palabras.
—¡Yo no puedo recuperarme sin mi pierna! ¡¿Cómo se supone que voy a volver a correr sin mi pierna?! ¡No puedo perder la pierna! Tengo que ganar el campeonato, debo volver a competir. No puedo perder mi pierna. Tienen que poder curarla. ¡No puedo perder mi pierna! ¡No permitiré que me la corten, es mi pierna! Necesito volver a correr. Ellos no lo entienden, jamás lo entenderán.
—Pedro, cálmate; por encima de todo está tu salud y si tu pierna no...
Los aparatos que controlaban sus constantes vitales si dispararon, enloquecidos. El rostro de Pedro se empapó de sudor al instante.
—¡Tú no lo entiendes! ¡No puedo perder mi pierna! ¡No puedo, no puedo, no puedo! —gritó intentando levantarse de la cama—. ¡Sácame de aquí!
—Pedro, no puedes ir a ninguna parte en este estado.
—¡Ayúdame, no puedes permitir que me corten la pierna! ¡Ayúdame, sácame de aquí! —Empezó a tirar de la máscara del respirador.
—No, Pedro, no, no puedes quitártela. —Sus manos y las mías se enredaron en el forcejeo—. Pedro, por favor. No puedes quitarte la máscara y no puedes salir de aquí. De milagro no te hemos perdido, y no puedes arriesgarte a
perder la vida por no perder tu pierna. Hacen todo lo que pueden, hacen todo lo que pueden —repetí, todavía luchando con él para que dejase la máscara en su sitio.
—Si me dejas aquí, me la cortarán —lloró tirando de mis manos para que las apartase de la máscara.
—No, Pedro. —La mirada de terror que me dedicó me partió el alma—. No, amor, hacen todo lo que pueden. Nadie quiere que eso suceda.
—Por favor, ayúdame —me rogó sin dejar de llorar.
—No puedo sacarte de aquí, Pedro; lo siento.
—Ayúdame —lloró—. ¿Por qué no quieres ayudarme? Moriré aquí.
—No, Pedro —mis brazos temblaron ante su fuerza—, no morirás. Tienes que entender que todos aquí hacen lo posible por ayudarte.
Negó con la cabeza, con aquella mirada azul celeste suya, ahora anegada en pánico, desbordando lágrimas.
—Sé cómo es esto; ellos no entienden que mi vida es correr, que no podré seguir adelante con una sola pierna.
—Pedro, te prometo que harán todo lo posible.
—No es cierto —lloró—. Por favor, petitona, sácame de aquí, te lo ruego.
—Pedro, yo no haré eso. Te quiero vivo.
—No me hagas esto, por favor.
—No estoy haciéndote nada.
—Me abandonas —soltó hiperventilando.
—No, no te abandono.
—Me das la espalda.
—No, Pedro... —lloré con él.
—Si no vuelvo a correr, ya no seré nada.
—Claro que sí, continuarás siendo Pedro. Seremos nosotros dos con toda una vida por delante.
—¡¿De qué vida me hablas?! —berreó con el rostro empapado en lágrimas.
—Pedro...
—No soy nada sin esto.
—No puedes hablar en serio.
—No soy nada más que esto.
—No puedes pensar eso. Pedro eres tú y jamás dejarás de ser Siroco, aunque no corras, y, además, incluso en el peor de los escenarios... podrías correr igual.
—¡¿Explícame cómo demonios hará un lisiado para correr carreras y ganarlas?! ¡No quiero ser esa persona! ¡Quiero seguir siendo quien era antes del accidente! —Pedro apretó los labios; lágrimas, lágrimas y más lágrimas continuaban rodando por su cara, cuesta abajo, al igual que mi corazón—. No puedo creer que esto esté sucediéndome. Esto no puede estar sucediéndome; no puede ser cierto. Este año era un año perfecto. Todo debía salir bien, estaba todo calculado para que saliese bien, para que ganase el campeonato. —Tragó con dificultad—. Todo se descontroló, todo comenzó a ir cada vez peor. No se suponía que debía ser así.
Oír esas palabras emergiendo de sus labios me hizo sentir espantosamente mal. ¿Así de malo había sido su año?
—No puedo creer que esté pasándome esto —lloriqueó tapándose la cara con las manos—. Por Dios, no —hipó—. Ojalá pudiese volver el tiempo atrás. Quiero mi pierna. Quiero mi pierna. No puedo perder la pierna.
—Lo siento, Pedro.
Pedro apartó las manos de su rostro.
—No lo sientes; no tienes ni la menor idea de cómo es esto, no entiendes nada, no puedes entenderlo.
Cada palabra suya fue un disparo a mi corazón.
—Cúlpame a mí si quieres; sé que en este momento sólo buscas con quién descargar tu rabia, pero no digas que no lo siento, que no te entiendo. Yo te amo, Pedro, y verte sufrir me mata.
—Pues no parece que lo entiendas.
Me limpié las lágrimas de las mejillas.
—Si lo hicieras, me sacarías de aquí.
—Pedro, no digas tonterías.
—¡Lárgate!
—Pedro, por favor.
—Quiero a mi padre; tú no entiendes nada, él sí lo entenderá. Él sabe lo que es esto para mí. Tú no lo comprendes. Quiero mi pierna, necesito mi pierna. No puedo permitir que me la corten. ¡Lárgate! ¡Quiero mi pierna!
Pedro perdió el control otra vez, volviendo a intentar levantarse de la cama.
En esa ocasión, a tirones, se arrancó de su piel, de su carne, los contactos con las máquinas que vigilaban sus constantes vitales; incluso, pese a mis intentos por evitarlo, se quitó una de las vías y comenzó a sangrar. Pedro estaba completamente fuera de sí y, pese al accidente, quizá debido a ese ataque de ansiedad, o lo que fuese que estaba sufriendo, consiguió ser más fuerte que yo al luchar conmigo por levantarse de la cama sin parar de gritar que quería su pierna y que yo estaba dándole la espalda.
Las enfermeras llegaron justo a tiempo para ayudarme a devolver su espalda al colchón. Aparecieron los médicos y llegaron Martin, Alberto y David.
Pedro no paraba de gritar que necesitaba su pierna, que no podían quitarle su pierna, que sin su pierna no sería nada, porque no podría volver a correr.
Su diabetes se fue al demonio. Pedro se descompensó por completo y no sólo tuvieron que sedarlo, sino que, además, nos echaron a todos de allí porque estaba teniendo una crisis. Su corazón enloqueció y el oxígeno en su sangre bajó en picado.
Los médicos y enfermeras nos sacaron a todos, mientras Pedro continuaba gritando.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario