miércoles, 1 de mayo de 2019

CAPITULO 143




El camarero avanzaba hacia nosotros empujando un carrito con un cubo de hielo que contenía el champagne, con la botella aún cerrada, dos copas y una servilleta blanca a un lado, doblada como si fuese una rosa; supuse que era para cubrir la botella al sacarla del recipiente.


El camarero colocó el carrito paralelo a nuestra mesa y, sonriendo, se alejó después de que Pedro le diese las gracias.


Pedro cogió las dos copas para colocar una frente al plato que había contenido mi postre y otra frente a él.


Sacó la botella del hielo. Reconocí la etiqueta y me sorprendí al verla; nunca hubiese imaginado que allí, en ese restaurante, pudiese conseguirse una marca similar. Esa botella valía muchos más euros de los que habíamos gastado en toda la cena, quizá incluso más de lo que hubiésemos podido gastar durante toda una semana cenando allí.


Sin descorchar la botella, Pedro asió la servilleta con forma de flor, con un cuidado extremo, y la depositó frente a mí. Lo miré extrañada y él me sonrió.


—¿Qué...? —Me quedé mirándolo con la cabeza ladeada y el ceño fruncido para que entendiese que olía que se traía algo entre manos—. ¿Qué es todo esto, campeón? ¿Qué significa eso? —apunté con un dedo hacia abajo, hacia la rosa situada a unos centímetros de mí.


Pedro carraspeó para aclararse la garganta.


—Te amo.


—Sí, y yo a ti. Mucho, más de lo que pensé que podría amar a nadie; ciertamente mucho más de lo que creí que pudiese amar a ese piloto un tanto desquiciado y maniático que conocí en el Gran Premio de Australia.


Pedro sonrió ampliamente.


—Tampoco esperaba encontrar nada semejante al entrar en aquella cocina.


—Hizo una pausa para acomodarse sobre la silla. La botella de champagne continuaba todavía sin abrir y la rosa, frente a mí—. No lo esperaba ni creí que me tocase vivir nada semejante; no tenía ni idea de que pudiese existir algo así y, sin duda, de saberlo, jamás hubiese imaginado tener tamaña suerte, no después de todo lo que la vida me ha dado. Si es que, por momentos, hasta me parece egoísta para con el resto de la humanidad. Pero lo siento, lo vivo, te tengo en mi vida y quiero que así continúe siendo, aunque sea egoísta por mi parte reclamarlo para mí, reclamarte para mí por el resto de mis días, poder decirte que te amo más y más a cada segundo, el resto de mis días.


Eso de que repitiese «el resto de mis días» hizo que el volcán de chocolate que me había comido de postre trepase por mi garganta. Estaba siendo protagonista de una escena que jamás creí que viviría. Me puse todavía más nerviosa; tanto fue así, que mi cerebro se obligó a no pensar en que la botella de champagne, al final de la cena romántica, envuelta así, en un halo de misterio, sonaba demasiado a final feliz de película sensiblera.


Pedro... —Se me puso la piel de gallina y poco me faltó para que me echase a temblar.


—Quisiera que amanecieses en cada cama en la que yo duerma —comenzó a decir—. Quisiera poder tener el honor, y sin duda la suerte, de decir que eres mi mujer, la mujer que he estado esperando toda la vida. Yo no...


Lo vi tragar con dificultad y los ojos se me llenaron de lágrimas. Pedro tendió su mano derecha para atrapar mi mano izquierda.


—No sé qué hubiese sido de mí si no llegas a aparecer en mi vida. Supongo que habría vivido el resto de mis días sin enterarme de que vivía nada más que media vida, sin saber que hay mucho más allá de lo que pensé que podía ser real.


Pedro... —Su nombre se escapó de mí con un par de lágrimas.


—Te amo y quiero pasar contigo el resto de mi existencia. Creo que lo sé y lo deseo desde el primer día que te vi, y no pienso perder más tiempo para pedírtelo, porque ya he vivido demasiados años sin ti y no deseo desperdiciar ni un solo segundo más sin ti a mi lado. ¿Quieres casarte conmigo? —Al preguntarlo, Pedro oprimió mi mano; su mano, en realidad, no sólo apretó mis dedos con suavidad, al mismo tiempo que una necesidad se le escapaba por los ojos en una mirada tierna que hizo que me diesen ganas de comérmelo a besos, sino que, además, con su mano tibia, dulce y al mismo tiempo potente, atrapó mi corazón. Aquello no sólo era bueno, sino estupendo, perfecto... tal como era en las películas románticas, pero que nunca creí que experimentaría en primera persona... así era cómo me sentía cada vez que él posaba su mirada en mí.


No pude contestarle nada, simplemente le di mis lágrimas, unas lágrimas de una felicidad tal que nunca pensé que derramaría.


—¿Y bien? ¿Esa sonrisa y esas lágrimas son un sí?


Pedro... estás loco. —Solté eso último sonriendo y llorando, todo al mismo tiempo. 


Tenía la impresión de que el pecho iba a estallarme de dicha.


—Bueno, sí, no te lo niego, quizá esté un poco loco... pero ¿crees que podrías pensar en pasar el resto de tus días a mi lado?


—Es probable que sí, que pueda planteármelo —le contesté sin poder parar de llorar a lágrima viva y de reír hasta con la última de mis fibras. Eso era una locura, apenas llevábamos un mes saliendo; sin embargo, todo en mí gritaba «sí»—. Sí, sí quiero, sí podré, sí lo intentaré. Te amo, Pedro. Qué más quisiera
yo que poder amanecer en cada cama en la que tú duermas; si es que no hay mejor lugar en el mundo que a tu lado.


Pedro se alzó de su silla soltando mi mano. Sus dos manos llegaron a mi cuello, sus labios a los míos. Me besó con ferocidad. ¡A la mierda el recato, si el amor no debe ser recatado y, mucho menos, ocultado!


—Te amo, te amo, te amo —repitió infinidad de veces sobre mi boca, con los ojos también llenos de lágrimas. Una vez más, sus labios atraparon los míos para fijar sus ojos azul celeste en mi mirada. Permanecimos así durante un par de segundos y quedé todavía más convencida de que no podía amar a nadie del mismo modo que lo amaba a él.


Pedro se apartó un poco de mí.


—Anda, ábrela.


—Que abra, ¿qué?


—La rosa, petitona.


Pedro, por Dios —jadeé, suponiendo lo que debía de haber dentro. Yo no necesitaba un anillo, con ese momento me bastaba.


—Anda, ábrela.


—¿Cómo? —lloriqueé nerviosa. Las manos me temblaban y por mi rostro no paraban de rodar lágrimas.


—Tira de los extremos —explicó apuntando con ambas manos hacia las dos puntas que hacían las veces de hojas que rodeaban los pétalos de la rosa.


Pedro...


—Quiero saber si te gusta.


Se me puso la piel de gallina una vez más.


—Me gustas tú, me gusta estar contigo. No necesito nada más.


—Ábrela de una vez, que me estás poniendo aún más nervioso y me dará algo.


—De acuerdo, de acuerdo.


Con manos temblorosas, cogí las puntas y tiré; tuve que hacer un poco de fuerza. Al final los extremos cedieron y, con suavidad, la rosa fue desplegándose para dejar al descubierto su centro y, en éste, el anillo más bello que yo hubiese visto jamás. Quedé boquiabierta, muerta de amor, llena de un halago e impresión tales que mi pecho se lanzó como loco a la carrera hacia ninguna parte, bombeando sangre con una fuerza tal que en mis oídos no oía otra cosa que la sangre correr por mis venas a la misma velocidad que Pedro daba vueltas por las pistas destrozando récords.


El anillo era perfecto. Por el tono del metal plateado y la forma en que relucía ante la luz sobre nuestra cabeza, imaginé que debía de ser platino y no oro blanco, y las piedras —porque sí, no era sólo una, sino tres— eran magníficas. El brillo de la central, de corte cuadrado, era como encerrar todos los arcoíris de los cuales había sido testigo en mi vida dentro de una roca. Los laterales, rectangulares, eran igual de espectaculares.


—¿Te gusta? —me preguntó con voz tímida.


—¿Si me gusta...? —jadeé sonriéndole. Alcé la vista del anillo a sus ojos—. Pedro, es tan perfecto, tan bonito, que me da miedo tocarlo y arruinarlo. Es... — Tragué saliva y muchas lágrimas—. Es estupendo. Bellísimo.


Otra gigantesca sonrisa copó todo su rostro.


—Lo vi y pensé en ti. Es justo como tú, absolutamente perfecto.


—Sí, bueno, no exageres; el anillo lo es, yo...


—Es lo que te mereces —soltó interrumpiéndome—. Esto y mucho más. Te lo daré todo, hasta lo que no tengo. Es que nada de lo que tengo o pueda llegar a tener en el futuro es equiparable a lo que tú me das. —Pedro movió las manos hacia la servilleta y cogió el anillo del centro de los pliegues que todavía estaban un poco marcados. Sus dedos, delicados, alzaron mi mano izquierda—. Entonces... ¿quieres ser mi petitona por el resto de tus días, para que yo sea tu Siroco, tu Pedro, tu campeón, tu compañero, tu amigo, tu amante y todo lo que necesites que sea para ti?


Semejante discurso provocó que me arrancase a llorar otra vez.


—Sí, mi Siroco, quiero ser tu petitona durante el resto de mis días.


Pedro deslizó el anillo por mi dedo corazón y se inclinó sobre la mesa para besarme una vez más; entonces, todo el restaurante estalló en silbidos, aplausos y vítores. Los dos nos echamos a reír, a llorar, y no pudimos parar de besarnos durante un par de minutos.


Con las manos todavía temblando de la emoción, Pedro abrió la botella y brindamos.


Esa noche estuvimos más juntos que nunca, porque, entre nosotros dos y a nuestro alrededor, ya no quedaba nada que nos separase, sólo había amor, uniéndonos.





2 comentarios: